ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Sánchez ha emprendido un camino sin retorno que acabará con España la próxima vez que diga que la ha salvado para varios siglos
El Parlamento está cerrado de facto, con Francina Armengol confundiendo una vez más los términos: debió encerrarse ella durante el confinamiento, pero salía por la noche a tomar copas en bares clausurados para el resto y ahora, que la democracia debía fluir en el Congreso, echa el candado para que no se controle al Gobierno en funciones ni se le pueda sacar los colores en la sede de la soberanía nacional.
Si a la suspensión de la representación popular se le añade el asedio al Poder Judicial, con el Constitucional convertido en el Supremo de Venezuela y un Patxi López con toga al frente; podemos concluir que la separación de poderes no existe y que un Gobierno en funciones ejerce algo parecido a un absolutismo moderno.
Todo ello lo encarna, para mayor escarnio, un perdedor de elecciones que suscribe, votación tras votación, el peor resultado histórico del PSOE y completa sus miserias conculcando el espíritu de la aritmética parlamentaria, que legitima las sumas a partir de un cierto consenso entre los aliados, con un proyecto en común, para construir algo reconocible, y no para despedazar a la víctima y que cada uno se coma su parte favorita.
Aquí el muslo para Sánchez, allá la pechuga para Puigdemont, y las alitas para Otegi y Junqueras. La degradación democrática de España, en tiempos de Sánchez, ha seguido los pasos del deterioro del Estado de derecho en Venezuela, por mucho que las distancias geográficas, las maneras y el contexto dificulten establecer la comparación.
Pero allá, como aquí, se han abolido de facto los contrapoderes, se ha criminalizado a la oposición, se ha hecho inviable la alternativa y se ha transformado a todos los diques para los excesos en una mera excusa para darles apariencia de legalidad.
Sánchez no haría nada de lo que hace si tuviera 176 diputados propios, lo que demuestra la inexistencia de valores y la primacía de sus intereses. Y para taparlo, reinventa el lenguaje y adapta los mecanismos de control a sus excesos para convertirlos en una especie de quitamanchas baratos: amnistiar a golpistas para reforzarlos, aceptar un mediador internacional o aprobar una especie de referéndum de independencia son medias ilegales, inmorales e inconstitucionales; pero parecerán intachables con la ayuda de un Congreso malversado, un Constitucional entregado y una potente maquinaria mediática bombardeando con mensajes favorables a la opinión pública.
El problema es que Sánchez no parece ser consciente de que, mientras él especula, engaña, regatea, manipula y miente para alcanzar su meta y quizá terminar ahí la carrera; el resto llegará hasta el final.
Él juega a mantener la Presidencia, con trucos y trampas de mecha corta, pero Puigdemont, Junqueras, Otegi y Ortúzar van en serio y quieren la independencia, la impunidad y la victoria.
La pregunta es qué hará Sánchez cuando ni toda la colonia barata que es capaz de pulverizar sea suficiente para tapar el hedor del estercolero alimentado por él mismo.
Y como será incapaz de reconocer que todo esto es culpa suya, no le quedará otra que encabezar un nuevo periodo constituyente, impuesto por la vía de los hechos consumados, como la Segunda República tras unas elecciones municipales, y llegar sin convicción pero sin alternativa hasta el final del camino.
Sánchez se ha cargado España, quizá sin pretenderlo, y ese momento quedará muy claro cuando, para tapar su histórico estropicio, presente un plan para darnos paz y estabilidad para varios siglos. Ahí, cuando más presuma de salvarnos, habremos desaparecido casi sin darnos cuenta.