José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 9/6/11
Tratar la enseñanza separada como un supuesto discriminación desde un simplismo cervecero. El Gobierno a desarrollar un verdadero ‘síndrome de padre virtuoso’ respecto a una sociedad a la que percibe como ’menor edad’.
Según parece, y si la realidad política no lo remedia, el gobierno sacará adelante la nueva Ley Lntegral para la Igualdad de Trato que, entre otras cosas, prohibirá la financiación de los centros de enseñanza concertados en los que se separen los alumnos por su sexo. Hasta ahora, la decisión de aceptar o no la financiación pública de los centros de enseñanza diferenciada correspondía a cada Comunidad Autónoma, y había unas donde se había excluido esta posibilidad (Cantabria o Asturias, aunque el Tribunal Superior de esta Comunidad lo había anulado recientemente en sentencia de 11 abril 2011) mientras que en otras se aceptaba (País Vasco). En el futuro, la norma estatal prohibirá de hecho la separación en todo caso, por considerarla un caso de discriminación por sexo.
Tratar la enseñanza separada como un supuesto de discriminación es de un simplismo estremecedor. Existen valiosos estudios científicos y experiencias internacionales que demuestran que la educación separada es beneficiosa en muchos aspectos para el desarrollo igualitario de las capacidades de los individuos de uno y otro sexo y que, por ello, es una opción perfectamente válida para garantizar una educación realmente igualitaria. La propia Unesco (Convenio sobre Lucha contra la Discriminación en la Enseñanza) estableció que la educación separada no es por sí misma un caso de discriminación. Y es que la igualdad, ya lo dijo Aristóteles, no consiste en tratar a todos por igual, sino tratar por igual a los iguales y tratar desigualmente a los desiguales. Pero, seguramente, estas son sutilezas y pamplinas para los nuevos dogmáticos, los que confunden cualquier diferencia con una discriminación flagrante. «Si van a vivir juntos, deben educarse juntos», sentencian con aplomo bobalicón, sin darse siquiera cuenta de que su pretendido argumento no es sino la afirmación apodíctica de un prejuicio carente de prueba alguna.
Desde la perspectiva de una generación que se educó separadamente, y los resultados de otras posteriores que se ha educado integradamente, he de decir que soy incapaz de percibir ninguna diferencia significativa en los resultados producidos a nivel social en lo que afecta a la orientación cognitiva o comportamiento práctico en las relaciones entre mujeres y hombres que adoptan unas y otras. Ni los que fuimos educados por separado tuvimos que soportar por ello traumas con dificultades especiales para luego convivir con los del otro sexo, ni los que lo ha sido integradamente han conseguido con ello especiales y mejoradas facultades para esa convivencia. Lo que hace sospechar que la forma de ser educados, separada o integrada, tiene escasísima importancia en el desarrollo posterior. Sí lo tiene, en cambio, la orientación, el contenido y la calidad de la formación recibida, pero esa es otra cuestión.
Que el Estado haya optado con carácter general por un modelo de educación integrada es sin duda una opción legítima que como ciudadano apoyo. Pero que prohíba en la práctica el otro modelo, por el medio indirecto de negar los ciudadanos que lo deseen la financiación a que tienen derecho, es atentatorio a la libertad de los padres para elegir modelo y, sobre todo, empobrece el pluralismo social. Si la enseñanza separada fuera de verdad un caso de discriminación sexista, el Estado debería prohibirla y perseguirla en todo caso. Pero si no la considera así (porque sabe perfectamente que no lo es) la opción por uno u otro tipo de educación entra de lleno en el terreno de la libertad individual y el Estado carece de título habilitante para imponer una u otra opción a la sociedad civil.
En el fondo, sucede que el Gobierno actual ha desarrollado un verdadero ‘síndrome de padre virtuoso’ respecto a una sociedad a la que percibe como una permanente ‘menor de edad’, de manera que se siente obligado a dictarle de continuo normas para mejorarla (perfeccionismo político). De la virtud pública hemos pasado al sermoneo constante, y el Gobierno empieza a parecerse a una hispánica mezcla de Robespierre y señorita Rottenmeier que, como no puede cambiar el mundo, ha decidido cambiarnos personalmente a los ciudadanos a base de moralina (su moralina).
Haría mejor la Administración, en lugar de intentar imponer un igualitarismo ramplón, en preocuparse por otros aspectos de la educación pública que, estos sí, seguro que afectan negativamente a la socialización igualitaria de los niños. Por ejemplo, en la escuela pública donde se forma mi nieto resulta que todo el personal tanto docente (maestras) como de apoyo (cuidadoras, encargadas del comedor, limpiadoras) ha sido y son mujeres durante toda su niñez. La percepción de esos niños sobre el papel de los sexos en la sociedad de los adultos es la de que las mujeres son las encargadas de todos los roles ‘próximos y sucios’ de cuidado, alimentación y apoyo, mientras que los hombres están lejanos a tales tareas y situados en un Olimpo superior (profesor de deportes y profesores de los mayores). Mi nieto no ha visto ni un solo hombre que asume su escuela tareas de alimentación, cuidado, atención o limpieza. A mi nieto sólo le han cuidado mujeres. ¿De verdad que la Administración no es consciente del modelo de socialización desviado en que de esta forma se introduce a los niños en lo que se refiere a la valoración de roles y tareas? ¿No convendría introducir la igualdad en los ejemplos vivos que la realidad escolar ofrece a los educandos? Preocuparse tanto de que niños y niñas se mezclen en las aulas, cuando mujeres y hombres no se mezclan las tareas de su cuidado, es más bien fútil. Aunque suena muy bien, como todos los dogmas.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 9/6/11