FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Es preciso recordar que la forma monárquica no es algo que en sí misma mancille las supuestas cualidades democráticas de un Estado

Después de haber observado la pompa y el boato aplicado durante los funerales de la reina Isabel II del Reino Unido y la coronación de su hijo Carlos III, la ceremonia de jura de la Constitución de Leonor de Borbón del próximo martes se nos antojará como una liturgia de mínimos. Ya lo fue la del entonces príncipe Felipe en 1986. Nuestra monarquía está infinitamente más cercana de la de los países escandinavos que de la británica. Por eso a veces es preciso recordar que la forma monárquica no es algo que en sí misma mancille las supuestas cualidades democráticas de un Estado. Recordemos que en los países escandinavos ha permitido su coexistencia con los más altos niveles de calidad democrática del mundo. Bien sintonizada a las instituciones, mientras siga sujeta a los principios de ejemplaridad y cumpla con sus funciones constitucionales, esa desviación del principio de igualdad democrática que se otorga a sus titulares por su nacimiento acaba siendo un dato menor, sobre todo porque carece de poder político efectivo.

Esto no es óbice, desde luego, para que quien quiera pueda ser un republicano recalcitrante, pero dudo que la mayoría de ellos vean en el principio monárquico un obstáculo a su libertad ciudadana. Saben que si hubiera una mayoría suficiente para reformar la Constitución en esta línea se acabaría produciendo el giro hacia una república. La monarquía parlamentaria, por eso es legítima en una democracia, es compatible con la soberanía popular, no un mero residuo del pasado, algo así como el coxis que nos recuerda al Antiguo Régimen. Lo que es indudable es que posee una potente fuerza simbólica, encarna la unidad del Estado. Y esta es la razón fundamental que explica la ausencia de los partidos independentistas de la ceremonia del día 31. La del PNV ya es más inexplicable, porque todo el mundo sabe que no hacen peros a los privilegios corporativos del Antiguo Régimen y durante años estuvieron coqueteando con un vínculo con la Corona como medio para ir a un esquema confederal. La razón ya sabemos que tiene que ver con Bildu. Lo que les inhibe a todos ellos no es la monarquía, es España o, en el caso de Podemos o Sumar (?), el pacto del 78.

Siguiendo con la dimensión simbólica, la gran novedad en esta ocasión es que el próximo titular de la Corona es una mujer joven, y esta no parece ser una cuestión baladí. Como se desprende de una encuesta de Metroscopia, este dato y su propio proceso de formación están empezando a tener efecto sobre la cohorte de edad (de 18 a 35 años) más reacia hasta ahora a aceptar la monarquía. En el año 2021 la aprobación de la princesa Leonor estaba por debajo del 50% y ahora se ha disparado hasta el 63%, y la reprobación baja al 21%. Algo tendrá que ver en ello el esfuerzo de su padre por disipar el indudable deterioro que produjeron sobre la institución los devaneos de su abuelo. Curiosamente, su rehabilitación ha pasado por su “rejuvenecimiento”.

Esta columna puede parecer una loa a la monarquía; en realidad lo es a la democracia. Empezamos en Escandinavia y a ella vuelvo. La grandeza de sus democracias no está en sus monarquías, sino en su profundo respeto al Estado de derecho y a los procedimientos, formalismos y prácticas que las sostienen, perfectamente compatibles con el pluralismo político y el disenso sobre este u otro aspecto del entramado institucional. Y que se han sabido modernizar políticamente sin caer en un adanismo divisivo y destructivo. No es mal recordatorio en estos tiempos de profundo deterioro democrático.