ANTONIO GARRIGUES WALKER

  • Si escarbamos por debajo de la realidad mediática y de la información internacional, lo que vemos es una sociedad civil crecientemente fuerte, celosa de sus libertades

No estamos viviendo ciertamente una época positiva. La escena política y también la social y la cultural están dominadas por el simplismo intelectual y una cierta y creciente vulgaridad. Hay que poner remedio a esta situación y generar un clima más positivo y más confortable.

Empecemos por mejorar la calidad democrática, un asunto que a las personas e instituciones que están en el poder les resulta un tema incómodo porque les requiere un esfuerzo excesivo, y sobre todo porque esa mejoría pudiera poner en evidencia, y sobre todo en riesgo, sus privilegios.

Una segunda idea: la calidad democrática es siempre mejorable. Nunca se llega a alcanzar el estatus de democracia perfecta. Es siempre perfectible y esa es la idea básica que tenemos que tener en cuenta en todo momento. En los ‘rankings’ en esta materia, España y Francia figuran en el puesto 22, con un índice de 8,07, y nos superan por mucho Noruega, que está en primer lugar con 9,81, y también Nueva Zelanda, Islandia, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Suiza, Irlanda y Países Bajos, todos por encima de 9.

¿Cómo mejorar esta situación? ¿Cómo alcanzar un nivel digno? No es una cuestión fácil. Por de pronto requiere una voluntad política que aún no existe y una labor continua del mundo intelectual que es por el momento débil y por lo tanto poco eficaz. Habrá pues que ponerse a ello con toda seriedad aplicando las teorías y las medidas más adecuadas que están o que estén a nuestra disposición.

La mayor o menos calidad democrática influye sin duda en el crecimiento económico y sobre todo en la corrección de desigualdades, y por ende se convierte en una clave decisiva para alcanzar y mantener una convivencia civilizada y sostenible, De ahí que una de las angustias contemporáneas es y deber ser la crisis de la democracia. Frente a sistemas autoritarios como Turquía, Rusia o China, se ha extendido cierta creencia de que la democracia, con sus derechos y libertades, compite en condiciones de desigualdad con estos otros sistemas en la economía global. De ahí se piensa que China esté dando pasos de gigante en su camino hacia ser una superpotencia global o que Rusia haya sido capaz de poner en peligro nuestros regímenes electorales con sus campañas de influencia. Por otro lado, las democracias europeas subarrendaron el problema de la gestión de la inmigración a Turquía, país en regresión democrática y con un historial muy pobre en relación con el respeto de los derechos humanos.

¿Qué podemos y debemos hacer? Lo primero es comprender y asumir que tenemos un problema con los modelos de gobernanza democráticos de la globalización. Y lo segundo, asumir que dicha globalización no tiene marcha atrás, aunque podamos reformarla. Deberemos buscar cómo casar estas dos realidades, y se puede ser razonablemente optimista respecto a ello. En ‘El mundo que nos viene’, un libro muy interesante sobre el orden mundial en configuración, el exministro de Exteriores Josep Piqué, una persona a la que ya se echa de menos, habla de la «síntesis neo-occidental», y pone en contexto, sin dramatismos, qué podemos esperar del cambio de eje político-económico hacia el Pacífico y el Índico.

Según Piqué, vamos hacia una globalización de mucho peso económico asiático, pero gobernada según parámetros y valores clásicos de Occidente, desde los relacionados con la democracia, los patrones de consumo o las costumbres sociales. De ahí la síntesis neo-occidental entre economía de Oriente y valores de Occidente. Argumenta Piqué con fundamento que el entramado intangible y simbólico que Occidente ha tejido en dos siglos de expansión por el mundo tiene más fuerza de la que ahora percibimos y que, aunque vivamos un momento pesimista por la resaca de la crisis, las posibilidades de que China se adapte a nuestras costumbres y libertades políticas a largo plazo es bastante más probable que lo hagamos nosotros a sus formas. Entre otras cosas porque el proceso de construcción de nuestros estados democráticos, de nuestras economías sociales de mercado y de nuestras libertades individuales consistió en una lucha de siglos por escapar de regímenes opresivos y dictatoriales.

Ese poso histórico es más nutrido y fuerte de lo que hoy podemos pensar. De hecho, si escarbamos por debajo de la realidad mediática y de la información internacional, lo que vemos es una sociedad civil crecientemente fuerte, celosa de sus libertades y movilizada ante cualquier agravio contra las mismas. ¿Realmente creemos que será tan fácil renunciar a ellas? Es difícil creerlo. Más bien su atractivo generalizado en subsiguientes etapas de la globalización, su poder blando, reforzarán nuestro modelo frente a otros. No sólo de un buen cuadro macroeconómico vive un país, tampoco una superpotencia.

En su buen libro ‘La libertad democrática’, Daniel Innerarity habla con toda razón de «el mito de la fragilidad democrática» y se demuestra que este sistema hace compatibles todas las posiciones. La democracia, como el amor, pueden con todo. En la obra de Albert Camus ‘Calígula’, cuando le preguntan sobre cuál es la verdad, este responde: «Los hombres mueren y no son felices». Se equivocaba absolutamente, tanto como la paloma de Rafael Alberti, que por ir al norte fue al sur y que confundía el calor con la nevada. La afirmación correcta es que el ser humano busca siempre la felicidad y que solo puede encontrarla en un régimen democrático impregnado de liberalismo, un argumento decisivo para mejorar, sin pausa ni pereza, la calidad democrática. Hay que alcanzar el 9.81 de Noruega.