- Dicen los pesimistas disfrazados de realistas que las constituciones nunca duran más de cincuenta años. No se atreven a decirlo de la que en los Estados Unidos
Los cuarenta y cinco años transcurridos desde que el 6 de diciembre de 1978 los españoles masivamente aprobaran la Constitución constituyen, con toda certeza, la mejor época que la nación conociera en los últimos doscientos años. Fueron los ciudadanos, que vieron reconocidos plenamente su carácter de integrantes libres e iguales de la sociedad patria, los que dieron al país un ritmo de prosperidad moderna y de calidad democrática pocas veces, si alguna, experimentadas en tiempos anteriores. Y que, al hacerlo, tras los tres funestos años de la Guerra Civil y los cuarenta de la consiguiente dictadura, por no hacer referencia a características previas igualmente negativas, ofreció al mundo un ejemplo admirable y envidiable de voluntad recuperadora y de capacidad resolutiva, pronto aprendida y seguida por otras colectividades añorantes de las mismas y contemporáneas virtudes. Ello además significó para el país la pronta adquisición reputacional de las comunidades nacionales que por su comportamiento y fines merecen integrarse en los modelos más avanzados de civilización y progreso. España ha ido bien, para satisfacción y honra de sus ciudadanos y para la ampliación de las zonas en las que los países democráticos conocidos por su orientación «occidental», en todo el mundo, pero particularmente en Europa y en América, han venido desarrollando un modelo de libertad exitosamente opuesto a todos aquellos que creyeron, y todavía marginalmente creen, en las cortas y negativas realizaciones, a derecha y a izquierda, de los populismos nacionalistas y totalitarios.
La Constitución de 1978, el timbre de gloria de la época conocida como la de la «Transición», fue además el resultado de una admirable confluencia de ideas y de personalidades que, sin abandonar sus orígenes o sus convicciones, supieron mostrar en España y en el mundo una exitosa capacidad de diálogo, trabajo y compromiso para alcanzar los bienes superiores de todo el conjunto. La del 78 no es una Constitución de nadie en particular sino la de todos los españoles sin excepción. Lo fue en el principio de su andadura. Lo sigue siendo ahora, cuarenta y cinco años después de su nacimiento.
Es ese el texto que configura a España como la «patria común e indivisible de todos los españoles», sin que ello impida la aceptación de su diversidad. Es el que organiza la vida del país en torno a una «Monarquía parlamentaria» que, a través de sus sucesivos titulares, los Reyes Juan Carlos I y Felipe VI, ha demostrado una notable capacidad para velar por los principios y obligaciones del texto fundacional. El que consagra el básico principio democrático de la división de poderes, el que reconoce y consagra la existencia y el respeto a los derechos y libertades fundamentales de todos los que en el país habitan, el que configura el marco básico para el funcionamiento de una fluida y próspera economía social de mercado, el que, en fin, entre otros muchos y exigentes principios y normas recogidos en sus 169 artículos, afirma que «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Es el texto que, naturalmente, permite la disidencia a sus parámetros y el que establece las normas a seguir para su eventual reforma.
Circunstancias temporales ajenas a cualquier interpretación racional han conducido, sin embargo, a una peligrosa desviación de la ortodoxia y de la práctica constitucional. Se trata de aquella bajo la cual, por necesidades apremiantes exclusivamente relacionadas con la obsesiva inclinación hacia el mantenimiento del poder sin más objetivos que su propia continuación, ha conducido al nuevamente elegido presidente del Gobierno tras las elecciones del pasado 23 de julio, Pedro Sánchez, a consagrar su futuro sobre la base del entendimiento con las formaciones políticas que tienen como objetivo final y único la destrucción del sistema constitucional y consiguientemente la desaparición de la España que la Constitución del 78 reconoce y consagra. Conviene una vez más recordar cuales son: los nacionalistas vascos, bien en el formato que otrora se quiso «democristiano» del PNV, bien el llamado EH Bildu conocido por la militancia de origen terrorista que le dirige y compone; y los separatistas catalanes de izquierda, ERC, o derecha, Junts, también especializados en la recolección de delincuentes de variada especie y categoría. Aquellos y estos han combinado sus esfuerzos para que, con la escasa fuerza numérica de sus votos en las elecciones generales del 23 de julio, donde en conjunto no obtuvieron otra cosa que el 5,7 por ciento del voto emitido, han conseguido, sin embargo, que el socialismo «obrero español», dada su parquedad representativa, adquiriera su apoyo a cambio de obtener el objetivo perseguido: la «balcanización» de España. Los pasos son evidentes y consabidos: una ley de amnistía que, en contra de las más elementales normas jurídicas, persigue consagrar como inexistentes las acciones delictivas planificadas y ejecutadas por los separatistas catalanes en el año 2017, precisamente en contra de los preceptos constitucionales; simultáneamente, la reunión con un «relator» extranjero entre socialistas y separatistas para, según las fórmulas evocadas por las negociaciones con diversas fuerzas terroristas en Irlanda o en Colombia –o en la misma España, cuando con la aquiescencia del entonces presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero tuvo lugar en octubre del 2011 la llamada «Conferencia de Paz» en San Sebastián para dar formalidad a la que ya no lo necesitaba, la derrota de ETA por las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado después de 60 años de ignominia vasco terrorista– como si el inexistente «conflicto» tuviera que acabar en Dayton, Ohio, dictaminando, como en su momento allí se hizo con Yugoslavia, la consiguiente desaparición de España; y la inevitable y final convocatoria de un referéndum que, aun recibiendo el bienintencionado título de «consultivo», ni está previsto en la Constitución ni tiene otra finalidad que la de abrir el capítulo final del procés: la independencia de Cataluña y paralelamente la del País Vasco, naturalmente acompañado de Navarra. Y basta con seguir los medios internacionales de comunicación o las declaraciones de los responsables institucionales de la Unión Europea para comprobar lo tristemente evidente: la incertidumbre que los movimientos del Ejecutivo español generan repercute en una significativa pérdida reputacional del país, sus gentes y su fututo. Y en una paralela e inevitable reducción de peso político e institucional en medios próximos y lejanos. La pregunta es inevitable: ¿es esta la España que todos llegamos a respetar y admirar cuando el 6 de diciembre de 1978 sus ciudadanos aprobaban masivamente la mejor Constitución que su peripecia nunca ha conocido?
Dicen los pesimistas disfrazados de realistas que las constituciones nunca duran más de cincuenta años. No se atreven a decirlo de la que en los Estados Unidos esta vigente desde el mes de diciembre de 1789, después de que en 1776 hubiera sido adoptada la Declaración de Independencia, aquella que, seguramente inspiradora de algunos de los términos de la española de 1978, manifestaba que «todos los hombres son creados iguales». Allí sigue estando la Constitución americana. Y aquí la más joven española. Que merece y necesita una similar prolongación para garantizar lo que en cuarenta y cinco años ha conseguido: el respeto a un país de ciudadanos «libres e iguales». Corresponde a esos ciudadanos, hoy como ayer mayoría política y social, hacerse cargo del pasado, del presente y del futuro. Porque en ello les va la libertad, la prosperidad y la vida. Y sacar las consecuencias imprescindibles del sentimiento masivamente compartido: ¡viva la Constitución!