FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La solución a la urgente renovación del Consejo puede venir de la propuesta de su presidente suplente, Vicente Guilarte, que busca dejar de hacer atractiva la influencia de la política en el órgano de gobierno de los jueces

La tan ansiada y urgente renovación del CGPJ aparece como la prueba de fuego del posible devenir de la legislatura. Si tuviera éxito, aún nos quedará alguna esperanza de que esta servirá para algo más que para la escenificación de un conflicto permanente entre los dos grandes partidos ―o entre los bloques, que tanto monta―. Contribuiría también a aliviar en parte el agravio sentido por el poder judicial ante el nuevo discurso del lawfare, término que me tomo la libertad de proponer como palabra del año. Lo más interesante del caso, sin embargo, es que su solución puede venir de la interesante propuesta de Vicente Guilarte, presidente suplente del órgano en cuestión. Digo que es interesante, porque lo que busca es dejar de hacer atractiva la influencia de la política sobre dicho organismo. O sea, apartarlo de la codicia de los partidos en su afán por engullirlo todo. Es tan simple como eso, pero a alguien se le tenía que ocurrir.

La astuta propuesta, explicada por su protagonista en estas páginas, consiste en buscar una tercera vía entre la designación parlamentaria de los vocales del CGPJ, favorecida ahora por el PSOE, y la corporativa, aquella por la que porfía con contumacia el PP, que tiene el inconveniente de hacer recaer el protagonismo sobre las asociaciones judiciales, nunca libres del todo de sesgos políticos y con intereses corporativos específicos. Para ello, como no puede ser de otra manera tratándose de un jurista, la clave está en buscar un procedimiento diferente para la designación de los principales cargos judiciales, aquellos por los que los partidos pueden sentir más apetito.

Respecto a los presidentes de las audiencias y tribunales superiores de justicia el procedimiento consistiría en apartar de dichos nombramientos a los vocales del Consejo, que seguirían dependiendo de designación parlamentaria, y atribuírselos a los jueces de los respectivos territorios, autonomías o provincias.

Más compleja parece la designación de los miembros del Tribunal Supremo, porque aquí es también más necesaria la cualificación de quienes los designan, deben tener al menos el mismo mérito y capacidad de los designados, algo difícil de conseguir de los 20 miembros del Consejo. Para propiciarlo se trataría de instituir una comisión especializada, presidida por un vocal del CGPJ de la misma categoría de los que puedan resultar elegidos, e integrado por magistrados de la sala del Tribunal Supremo correspondiente, así como de especialistas externos a la carrera judicial (abogados del Estado, catedráticos, etcétera). La decisión sobre el concurso no sería arbitraria, ya que habría que proceder a una baremación objetiva de méritos, algo que presupone la creación de algo así como un cursus honorum dentro de la carrera judicial. En todo caso, dado lo golosas que resultan algunas salas del Supremo para la voracidad política ―en particular la Segunda, la de lo Penal―, de lo que se trata es de minimizar al máximo la influencia de la política. Quienes ganaran las plazas lo serían por sus méritos, no por ser “progresistas” o “conservadores”, aunque sea inevitable que algunos participen de un sesgo u otro.

El CGPJ quedaría descafeinado, desde luego, pero al menos saldría del impase al que está sometido y ya amenaza con un verdadero colapso en la renovación de cargos judiciales. Al parecer, el PSOE se ha abierto a considerar esta propuesta en las negociaciones con el PP, que hasta ahora sigue sin darse por aludido sobre todo lo referente a la renovación del CGPJ. Hasta que no la confronte, toda su prédica sobre la necesaria salvaguarda y defensa de las instituciones seguirá bajo sospecha. En este tipo de cuestiones ya no nos sirven los “y tú más”.