MICHAEL IGNATIEFF-ABC

  • «La autoridad moral de una universidad reside en su devoción a la verdad, no en su capacidad como institución para respaldar posiciones moralistas. No puede hablar con una sola voz si de verdad desea respetar la pluralidad de voces que hay entre sus muros. Esto no condena a las universidades al equívoco moral. Pero dilapidan cualquier autoridad que tengan y dividen a sus propias comunidades cuando ceden a las exigencias de que digan a la sociedad lo que debe pensar»

Cuando tres presidentas de las universidades más importantes de Estados Unidos son interrogadas en una audiencia de la Cámara de Representantes y las tres son juzgadas por no haber defendido la autoridad moral de sus universidades, llega la hora de la verdad para las universidades, no solo de EE.UU. sino de todo el mundo. Y a la hora de la verdad, las preguntas para las universidades, no solo allí, son cuál es su autoridad moral, cuál su deber para con sus estudiantes y profesores y cuál su deber para con la sociedad en general. En opinión de la mayoría de los observadores, incluso de los que pertenecen a sus propias universidades, las tres presidentas estadounidenses fallaron porque permitieron que los políticos las intimidaran y que una audiencia política las incriminara como unas pusilánimes cautivas de una ideología de izquierdas antisionista, políticamente correcta y a favor de la justicia social. Dieron respuestas de abogado a preguntas políticas que exigían respuestas directas. Deberían haber dicho: «Sí, creemos que siempre está mal instar a que se mate a los judíos, instar a que Israel deje de existir. Sí, creemos que quienes se manifiestan a favor de esto en el campus deben ser sancionados». Pero no, dijeron: «Depende del contexto». Un craso error, que le ha costado el puesto a una de ellas.

La cuestión es qué tipo de error fue. ¿Eran esclavas de la ideología progre, estaban tan comprometidas con las denuncias antisionistas de Israel como un Estado con un régimen de ‘apartheid’ «colonialista de asentamientos» que eran incapaces de condenar sentimientos claramente asesinos? Esto es lo que los políticos republicanos conservadores querían hacer creer a EE.UU. y al mundo. Se trata de una vieja línea de ataque. En las guerras culturales que han dividido la política estadounidense durante treinta años, los republicanos se han salido con la suya presentando a las universidades como bastiones de la corrección política de izquierdas. Pero eso es una fábula. Es cierto que en los campus de EE.UU. las modas izquierdistas absurdas no se acaban nunca. Pero estas instituciones son demasiado pluralistas, diversas y competitivas como para permitir que una sola ideología, especialmente una tan ridícula como la ‘woke’ [literalmente «despierto», un movimiento que defiende la justicia social], se apodere de ellas.

Las tres desdichadas presidentas no eran apologistas voluntarias de la corrección política sino gestoras asediadas de unas comunidades divididas. También intentaban defender principios opuestos. Pretendían equilibrar los principios de la libertad de expresión, consagrados en la Constitución de EE.UU., con el deber de la universidad de proteger a los estudiantes, especialmente a los judíos, pero también a los árabes y a los palestinos, de una retórica que fuera más allá de la ofensa y pudiera inducir a unos cuantos fanáticos a cometer actos de violencia. La retórica que permite una universidad sí depende, como dijeron las presidentas, del contexto. EE.UU., a diferencia de muchos países europeos, permite discursos tan extremos y ofensivos como la negación del Holocausto. La Constitución establece que el Congreso no deberá aprobar ninguna ley que limite la libertad de expresión. Lo establece así para salvaguardar la libertad de expresión que los padres fundadores consideraban esencial para una política libre.

El contexto que importa es si esta retórica deja de ser un discurso ofensivo pero intrascendente y se convierte en una incitación a cometer actos de odio. En ese caso, la universidad debe actuar: sancionar y, si es necesario, destituir a los responsables de que los debates conflictivos de una universidad se conviertan en un hervidero de miedo y aversión. Sería tentador creer que esos campus son un hervidero de este tipo, pero no lo son. Por el contrario, son comunidades pacíficas que polemizan vehementemente sobre la catástrofe de la guerra en Gaza. Así es como debe ser. Las universidades existen para debatir estas cuestiones y aprender de ellas.

En momentos de crisis, los políticos no pueden evitar sacar partido de las divisiones. Cualquiera con un poco de memoria histórica recordará que, en plena Guerra Fría, los conservadores del Congreso celebraron audiencias para erradicar a los comunistas de los organismos públicos y de las universidades y trataron de obligarles a instituir juramentos de lealtad. Con recuerdos así, las universidades tienen buenas razones para insistir en su derecho a gobernarse a sí mismas, establecer sus normas de disciplina y resistirse a cualquier llamamiento externo para castigar o restringir la libertad de expresión. La cuestión más amplia es qué «autoridad moral» ejercen las universidades en momentos de controversia política. Muchos, dentro y fuera de los campus, creen que estas tienen el deber sagrado de pronunciarse sobre cuestiones morales y políticas. Cuando Claudine Gay, de Harvard, tardó en denunciar las inexcusables atrocidades de Hamás el 7-O, uno de sus predecesores, Larry Summers, denunció su «abdicación moral». En otras universidades, alumnos y profesores judíos han exigido que sus instituciones «hablen claro» y denuncien a Hamás.

A las universidades les gusta presumir de su importancia moral, pero no es tan evidente que puedan hablar con una sola voz. Tampoco está claro que deban hacerlo. Cualquier universidad moderna es una comunidad pluralista, reclutada en todo el mundo, el hogar de hombres y mujeres de diferentes religiones, razas, opiniones e historias nacionales. No es una unidad política que aspire a reunir a sus partidarios en torno a la conquista del poder, y tampoco es una ONG que pretenda aglutinar apoyos en favor de un objetivo compartido. Es un lugar de debate continuo en el aula, en el comedor, junto a la máquina de café o en el bar después del trabajo, sobre lo que es verdadero, bueno y posible. Quienes aman las universidades lo hacen porque son comunidades unidas, no en torno a una política compartida o a un consenso sobre las controversias que atormentan nuestro mundo, sino en torno a un compromiso común con los cánones de la investigación y la enseñanza científicas y académicas. Estos cánones son algo más que criterios para la buena ciencia y la buena investigación. Son una disciplina moral que exige que nos preocupemos por los hechos, que descartemos una hipótesis cuando no se ajuste a las pruebas, que escuchemos las críticas, que modifiquemos las ideas cuando se insinúen otras mejores y que iluminemos el camino hacia el conocimiento, a la luz de la verdad y no con el falso resplandor de la ideología. Ninguno de nosotros estará nunca plenamente a la altura de este ideal, pero la autoridad moral de una universidad reside en su devoción a la verdad, no en su capacidad como institución para respaldar posiciones moralistas. No puede hablar con una sola voz si de verdad desea respetar la pluralidad de voces que hay entre sus muros. Esto no condena a las universidades al equívoco moral. Pueden insistir en que sus debates sean cívicos, y deben sancionar a cualquiera que intimide a otros o utilice el miedo o la violencia para imponerse. Deben animar a sus miembros a hablar en su propio nombre. Pero dilapidan cualquier autoridad que tengan y dividen a sus propias comunidades cuando ceden a las exigencias de que digan a la sociedad lo que debe pensar, o peor aún, cuando permiten que unos políticos prepotentes pretendan imponerles en tromba las opiniones que ellos quieren que sostengan.