IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El sanchismo no podría haber normalizado la falsedad como utensilio político sin un consentimiento social significativo

La mentira forma parte de nuestra naturaleza de seres racionales, capaces de articular el pensamiento, incluso de manipularlo o de fingirlo, a través del lenguaje. Es posible que la vida comunitaria se volviera insoportable si todo el mundo fuese siempre con la verdad por delante. Y la política tampoco queda al margen; de hecho, cualquier liderazgo, antiguo o moderno, tiende a ocultar alguna clase de trastienda inconfesable. Pero la democracia, al depositar la base del poder sobre la voluntad de los ciudadanos, estableció la palabra como elemento esencial de un pacto, una transacción de convivencia que debe ser respetada con la escrupulosidad de un contrato. Nadie es tan ingenuo como para confiar en que los agentes públicos mantengan absoluta sinceridad en todos los casos; el avance sustancial del marco democrático consiste en que el político se somete al escrutinio civil bajo el acuerdo consensuado de responder con su cargo si sus compromisos se demuestran falsos.

Sin embargo, la irrupción de la posverdad ha cambiado las cosas. La posverdad no es exactamente un nombre posmoderno de la mentira ni una variante facilitada por la evolución tecnológica, sino un estado de conciencia o de opinión en el que la verdad, la realidad epistémica, no importa. Dicho de otra forma: un fenómeno de opinión que concede inmunidad e impunidad a la difusión deliberada de bulos, infundios y patrañas demagógicas siempre que sirvan a una intención sesgada, partidista o tergiversadora. La posverdad existe porque el cuerpo social –o electoral— no sólo se muestra cómplice con la falacia sino que le otorga de antemano una aquiescencia absolutoria. Se produce así la perversión de una conversación pública contaminada, un escenario discursivo donde la razón empírica cede ante la sinrazón sectaria y donde la falta de valor de la palabra destruye los fundamentos elementales de la confianza.

Esta aceptación más o menos mayoritaria de su incongruencia y de sus imposturas verbales constituye el gran éxito de Sánchez. El presidente ha logrado que sus votantes normalicen incumplimientos, simulaciones, ocultaciones o dobleces verbales que se penalizarían como fraude en cualquier régimen de libertades. Mediante el más elemental y añejo de los trucos del populismo, el de la invención de un enemigo, ha recabado una suerte de perdón preventivo, una coartada que le autoriza a deconstruirse y reinventarse a sí mismo como garantía ante la amenaza de un peligro ficticio. El sanchismo no es sólo un estilo de gobernar basado en el arbitrio, la contradicción y el capricho disfrazados de progresismo; se trata de una institucionalización de la falsedad homologada por el consentimiento colectivo. La pregunta crucial es si resulta viable una sociedad incapaz de aceptar la existencia de hechos y de principios no ya veraces, objetivos o fidedignos, sino mínimamente compartidos.