IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Decidió ir a riesgo de hallar respuestas no deseadas, pero necesitaba enfrentarse cara a cara con los demonios de su infancia

Cada víspera de Navidad se veía a sí misma en la puerta del colegio, esperando a su padre con un dibujo de colores en la mano. Él no apareció nunca pero lo aguardó año tras año, y cuando sus propios hijos comenzaron a ir a la escuela los acompañaba a la fiesta de pastorcitos con la absurda ilusión de encontrarlo. Aquella imagen de su niñez, sentada en los escalones mientras los demás chiquillos se iban alejando con sus familiares del brazo, le creó durante toda su vida un sentimiento de orfandad que con el tiempo dejó de ser amargo para convertirse en una especie de estímulo memorial que le ayudaba a anclarse en su pasado. Su madre se esforzó para que estudiase una carrera capaz de proporcionarle un buen trabajo, pero ni el éxito profesional ni un matrimonio feliz lograron arrancarle el aguijón moral que se le quedó clavado cuando el desgarro de la soledad la marcó para siempre con el marchamo existencial del desamparo.

Lo que no esperaba era que el azar la desafiase poniéndola ya bien adulta ante la pista tardía de su antigua esperanza. Se había inscrito como voluntaria en una asociación que visitaba residencias de mayores y les enviaba felicitaciones por las Pascuas. Por ‘e-mail’ recibía los nombres de los ancianos para personalizar las cartas, y de golpe le estalló una bomba emocional al leer su propio patronímico en la pantalla. Hizo gestiones y sí, era él, el hombre cuya huida había destruido su infancia. Decidió ir en persona a riesgo de encontrar respuestas no deseadas, pero la tentación, o la curiosidad, o tal vez la instintiva necesidad de algo parecido a una revancha, resultaba demasiado potente para rechazarla. Entendió que el destino, el albur, el deseo subconsciente o como se llamara aquella concatenación de circunstancias, la obligaban a enfrentarse cara a cara con los demonios que llevaban décadas danzando entre los pliegues de su alma.

La cita de los voluntarios estaba fijada poco antes de Nochebuena. En el salón del asilo había un árbol decorado con falsas cajas de regalos, algunas guirnaldas navideñas, una televisión apagada y un pequeño belén casero sobre una mesa. Se suponía que había de ser un momento risueño, festivo, aunque parecía posible cortar en el ambiente rodajas de tristeza. Casi no se fijó en nadie más, apenas fue capaz de devolver una sonrisa forzada a una señora visiblemente enferma. Le dieron la carta, donde había metido uno de aquellos dibujos conservados desde pequeña: leyó el nombre en voz alta y desde una silla de ruedas la ruina de un hombre consumido, derrotado, le hizo una señal sin reconocerla. Cuando lo tuvo delante no sintió rencor, ni piedad, ni dolor, ni ternura, ni pena: sólo un vacío de mutuas ausencias en el que no cabía un ajuste de cuentas. Se cruzaron durante un momento una mirada hueca, le dejó el sobre entre las manos y se dio la vuelta sin decir palabra ni girar la cabeza.