Antonio Cazorla Sánchez-El Español
  • Nuestro país debe conseguir que el interés por el sufrimiento de todos se perciba con claridad en el discurso público cotidiano sobre el pasado.

Hace unos pocos años, cenando en casa de unos queridos amigos en Almería, un invitado me preguntó qué pensaba de la Memoria Histórica. Antes de que me pudiese explicar demasiado, este hombre, normalmente abierto y cortés, me expresó de manera bastante agitada su desprecio por aquella. Su actitud era en muchos sentidos comprensible. Como yo sabía muy bien, su abuelo fue fusilado durante la Guerra Civil por los republicanos (dos veces; a la segunda lo consiguieron matar).

Lo que no pude decirle a mi compañero de mesa era, por la deriva incómoda de la conversación, que yo también tengo muchas reservas sobre mucho de lo que se dice, hace y con qué fines en este tema. Pero que no se debe rechazar de plano las investigaciones y las políticas de Memoria del mismo modo que no se debe condenar, por ejemplo, el estudio de la Física Nuclear porque algunos la estudien y utilicen para hacer bombas atómicas.

Pensé de nuevo en aquella no muy feliz conversación hace unos meses cuando, en un periódico nacional, un muy estimado colega escribió que los historiadores no deberíamos ocuparnos de las víctimas de la República porque el franquismo ya lo había hecho. Comentándolo con otro colega mío —muy de izquierdas y cuyo abuelo, un modesto panadero, fue asesinado en Cataluña por ser católico—, este me dijo que esa opinión le parecía una barbaridad. A mí también. Y lo considero además un síntoma de algunas cosas que no se están haciendo bien con respecto a la memoria de nuestro pasado violento, y que molestan, con razón, a muchos ciudadanos.

Estos se quejan de que la Memoria Histórica se ha venido usando demasiado a menudo de forma excluyente; que no parece haber sitio en ella para quienes fueron asesinados en la zona republicana. De este agravio se están aprovechando quienes están intentando desde hace décadas que no confrontemos nuestro pasado.

Los historiadores sabemos que los crímenes cometidos en territorio republicano los llevaron a cabo, en su mayoría, comités, milicias y, solo en algunos casos aislados, turbas furibundas a las que el Gobierno se vio incapaz de, pero a veces no quiso, controlar. Achacar esta violencia simplemente a revolucionarios actuando al margen de la legalidad puede dejar tranquila la conciencia de algunos, sobre todo si se olvidan tres aspectos inconvenientes.

«Muchos de los pretendidos ‘franquistas’ no lo eran, ni tampoco fueron antidemócratas todos los asesinados»

La primera de esas realidades inoportunas es que en esos comités estaban incluidos los partidos y sindicatos del Frente Popular. La segunda es que, a menudo, quienes cometieron los desmanes en la retaguardia también lucharon en el frente. A estos individuos podemos, pero no deberíamos, despreciarlos como matones revolucionarios —ajenos y hasta enemigos de la República—, en un momento y, cual comodín (i)lógico, convertirlos seguidamente en heroicos defensores de la legalidad republicana. El tercer hecho inconveniente es que el Gobierno de la República, cuando consiguió restablecer el orden, castigó a muy pocos de estos asesinos.

Para abordar el problema de las casi 50.000 personas asesinadas o ejecutadas en la retaguardia republicana entre 1936 y 1939 es necesario hacer una aclaración sobre la terminología a emplear.

Aunque la dictadura se apropiara de esas víctimas, nótese que no las llamo aquí franquistas. Esto se debe a dos hechos a menudo ignorados. En primer lugar, a que, en su mayoría, fueron asesinadas en las primeras semanas de la guerra, mucho antes de que Franco fuese nombrado jefe del Estado del bando rebelde. No podían ser franquistas antes de que Franco fuese su líder. Además, de nuevo en su mayoría, no fueron asesinadas por sus acciones pro-Franco o a favor de la insurrección militar, sino por razones como su ministerio sacerdotal, su fe, ideología y posición social, inquina personal, negarse a colaborar en la defensa de la República, etc.

Es decir, a estas personas las mataron por ejercer derechos amparados por la Constitución de 1931.

Es verdad que, junto a estas víctimas, están las ejecutadas por participar en la rebelión militar. Pero incluso en este grupo hay distintas categorías. No es lo mismo un oficial o un soldado arrastrados por el espíritu de grupo o las circunstancias que un general implicado a fondo en la planificación y ejecución del golpe, o un falangista que se presenta voluntario en un cuartel.

A menudo se dice que no se deben poner al mismo nivel a los muertos de uno y otro bando por una razón política: unos defendían a la República, esto es, la democracia, y otros a una rebelión ilegal y una futura dictadura. Es un argumento que contiene una parte importante de verdad, pero también falacias y olvidos.

Como hemos visto, muchos de los pretendidos «franquistas» no lo eran, ni tampoco fueron antidemócratas todos los asesinados (pensemos, por ejemplo, en Melquíades ÁlvarezManuel Rico Avello o Eduardo López Ochoa). Pero es que, por otra parte, hoy recordamos a muchas de las víctimas de los insurgentes que tampoco creían en la democracia. Los comunistas españoles eran, en su mayoría, estalinistas. Los anarquistas fueron feroces enemigos de la República hasta el estallido de la guerra, contribuyendo de forma decisiva a su desestabilización. E incluso muchos socialistas se habían radicalizado de forma trágica desde 1933.

Un demócrata sensato no se habría lanzado a la nefasta revolución de octubre de 1934 en Asturias y Cataluña que dejó unos 2.000 muertos y envenenó la vida pública.

«El franquismo se apropió de las víctimas en la zona republicana para construir un relato hipócrita y falaz de nuestra guerra»

Queda, por último, el tema de la muerte de quienes planearon o participaron en el golpe de forma libre, asumiendo que este iba a ser sangriento, o formaron luego parte de la llamada «quinta columna». Su ejecución pudo ser legal o no, y se enmarca en las circunstancias del momento, pero su justificación o su mero olvido serían hoy chocantes porque nuestra sociedad rechaza de forma clara y mayoritaria la pena de muerte. Menos aún se podrán entender barbaridades como lanzar cuerpos a pozos, quemarlos, mutilarlos, o incluso arrojar personas vivas al mar.

El franquismo se apropió de las víctimas de la violencia en la zona republicana para construir un relato hipócrita y falaz de nuestra guerra. Homenajeó a estas y olvidó o humilló a las muchas más que causaron la rebelión militar y el Nuevo Estado. Su objetivo no era el perdón cristiano, ni tampoco fue patriótico, sino todo lo contrario. Consistió en crear un pacto de sangre con un sector de la población que diese legitimidad popular al régimen, pero a base de dividir a la sociedad, ahondando una fractura de memorias —llenas de privilegios frente a agravios—, que solo el tiempo, de forma muy dolorosa, ha conseguido casi cerrar.

Nuestra democracia ha buscado lo contrario, pero todavía tiene que hacer este proceso mucho más claro y convincente a los ojos de muchos ciudadanos que desconfían de lo que sienten como actitudes sectarias. Esto es, debe incorporar mejor las distintas memorias —limpias de las manipulaciones indignas de la dictadura— a nuestro conocimiento histórico, y conseguir que el interés por el sufrimiento de todos se perciba con claridad en el discurso público cotidiano sobre el pasado. Se trata de una reflexión y una acción necesarias, por humanas y democráticas, y que, por desgracia, hemos descuidado.

*** Antonio Cazorla Sánchez es catedrático de Historia Contemporánea de Europa en la Trent University, Canadá, y Fellow of the Royal Society of Canada.