JOAN RIDAO MARTIN-EL PAÍS

  • Ni el Tribunal de Justicia de la UE ni la Comisión tienen competencia para examinar si la Constitución española permite o no la amnistía. Lo que les compete es establecer si los hechos que pretende cubrir y los procedimientos establecidos para ello respetan el Estado de derecho

El único horizonte es la batalla. De esa guisa han descrito en estas páginas algunos juristas próximos al Partido Popular la estrategia de ese partido contra la proposición de ley de amnistía, cuya andadura prosigue hoy en el Congreso de los Diputados con el debate de totalidad. Y es que la derecha, al margen de frondas callejeras, ha diseñado todo un itinerario para entorpecer su tramitación parlamentaria de forma espuria —y deliberadamente inconstitucional— mediante la reforma del Reglamento del Senado para eludir los plazos de urgencia, la petición de informes a través de la Cámara alta que ni son preceptivos ni mucho menos vinculantes, o la presentación de enmiendas a la totalidad con texto alternativo, que en nada se compadecen con la cuestión de la amnistía —con evidente fractura del dogma de la homogeneidad de las enmiendas con el texto a debate— y que plantean la disolución de los partidos que promuevan referéndums ilegales.

Pero, además, los sedicentes centinelas del Estado de derecho han encarado el trámite de la futura ley en el Parlamento con la vista puesta tanto en las instancias políticas de la Unión Europea (UE), como se vio hace algunas semanas en Bruselas durante el debate sobre la presidencia de turno de la Unión, como ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), ante el que auguran una auténtica “lluvia de cuestiones prejudiciales” a cargo de jueces españoles. Y ello es relevante. Sabido es que la cuestión prejudicial es un procedimiento que puede utilizarse cuando un órgano jurisdiccional de un Estado miembro estima necesario acudir a Luxemburgo para emitir así su decisión en caso de abrigar dudas sobre la interpretación o validez del Derecho de la UE o cuando no existe jurisprudencia en el Derecho interno. La opción de plantearla es plenamente discrecional, pues la adopta cada juez si así lo cree oportuno, con el efecto de suspender el proceso concreto, aunque sin capacidad de zanjarlo.

En este punto, una reciente y superflua modificación por decreto ley de la Ley de Enjuiciamiento Civil para consagrar esa práctica judicial europea en el ordenamiento interno —cuya eventual convalidación también se debate hoy en el Congreso— ha suscitado una polémica un tanto innecesaria, que puede poner en franquicia la estrenada mayoría. En todo caso, lo importante es que la sentencia recaída por parte del TJUE vincula al juez interno en su fallo, que se ve condicionado por el más alto criterio interpretativo del alto tribunal de la Unión. Y ello es así porque nuestro Tribunal Constitucional estableció en su día que, llegado el caso, los jueces españoles deben dirigirse primero al TJUE y solo después a él para plantearle cuestiones de inconstitucionalidad. El mismo TJUE ha defendido con su doctrina esa suerte de control difuso, por el que los juzgadores españoles devienen orgánicamente estatales, pero son funcionalmente europeos (Costa contra ENEL, de 1964, o Simmenthal contra la Administración tributaria italiana, de 1978). Y ello es de destacar porque una declaración de inaplicación o de reenvío por parte del TJUE no podría verse modificada por el hecho de que el Constitucional declarase por su parte la constitucionalidad de la ley de amnistía, pues ambas instancias manejan parámetros de enjuiciamiento distintos.

Para que surta efecto esa estrategia de la derecha jurídica española, por lo que se está viendo en las peticiones de informe ante instancias como la Comisión de Venecia, dependiente del Consejo de Europa, se parte de asentar en términos europeos un relato grotesco que pasa por homologar a España con regímenes iliberales como Hungría o hasta hace poco Polonia, para los que no se olvide que la UE llegó a activar el mecanismo que constata la vulneración grave y sistemática de los valores de la Unión y que incluso han visto bloqueado parte de los fondos presupuestarios a los que tenían derecho. En clave doméstica, además, se retuercen las normas europeas para generar una falsa ilusión, pues, en realidad, ni el TJUE ni, por supuesto, la Comisión —como guardiana de los tratados que es— tienen competencia para examinar si la Constitución española permite o no la amnistía, ni si la ley que previsiblemente vaya a aprobarse viola la Ley Fundamental. No es de su incumbencia. Lo que compete al TJUE, y llegado el caso más extremo al Ejecutivo comunitario mediante expediente de infracción, es si los hechos que pretende cubrir la amnistía y los procedimientos judiciales instrumentados para ello respetan los elementos vinculantes del Estado de derecho, esto es, a grandes rasgos, si la futura ley colisiona o no con la normativa europea sobre corrupción y malversación de caudales públicos, y si respeta la independencia del poder judicial y la tutela judicial efectiva. Es este marco y no otro en el que hay que realizar el examen de la regulación de la amnistía, la cual, por lo demás, ya invoca de forma prolija en su exposición de motivos, tanto la normativa propicia de la UE como la jurisprudencia del tribunal de Luxemburgo.

Y ahí, solo la cuestión de la corrupción podría llegar a suscitar alguna duda, puesto que el terrorismo solo se sostiene de forma delirante en algunos despachos de la Audiencia Nacional. En efecto, es sabido que Bruselas está determinada a armonizar las definiciones de los delitos relacionados con la corrupción a través de una nueva directiva, pero esta propone ampliar las sanciones penales y extenderlas a un conjunto más amplio de delitos considerados de corrupción que no concurren en la presente proposición de ley de amnistía: el soborno, el tráfico de influencias e información, el abuso de funciones o el enriquecimiento ilícito. Además, la reciente reforma del Código Penal se llevó a cabo, entre otros motivos, para modificar la tipificación de ese delito debido a la interpretación expansiva que venían haciendo algunos tribunales españoles. Y, en todo caso, debemos recordar que la condena del Tribunal Supremo a los precursores del procés lo fue por un delito de sedición —ahora inexistente en nuestro ordenamiento—, en concurso medial con un delito de malversación agravado por razón de su cuantía, relacionado o bien con la organización del referéndum del 1-O o con su promoción exterior, pero sin enriquecimiento injusto, que es lo que ahora la UE quiere embridar, como reconoció en su día el propio Cristóbal Montoro, a la sazón ministro de Hacienda.

En cuanto a la tutela judicial, se ha dicho que la proposición de ley vulnera el Derecho europeo porque elimina la posibilidad de medidas cautelares de suspensión y establece limitaciones al juicio justo debido a lo sumario del proceso de amnistía. Se trata de aspectos que claro está pueden mejorarse durante la tramitación legislativa. Pero lo decisivo en términos europeos es que los jueces deben estar protegidos contra toda injerencia externa que condicione la independencia de sus sentencias. Y eso, por supuesto, no lo contradice la proposición de ley. Como tampoco la separación de poderes o la exclusividad de jurisdicción. En España, el poder judicial se halla sometido al imperio de la ley, que en este caso reviste la forma de herramienta excepcional para avanzar en la normalización política y la consecución del bien común.