Antonio Rivera-El Correo

Aquella histórica de 1977 se interpretó así en algunos ambientes vascos. Establecida en términos de confrontación extrema y no de conciliación amistosa, suponía el reinicio de un pulso contra el Estado (y la sociedad española). Eran otros tiempos y otros agentes, pero los beneficiarios catalanes asisten a esta edición con similar prepotencia, aunque con dispar estrategia y discurso. El efecto es letal, y no parecen apreciarlo. El texto vuelve a la comisión y se abre un nuevo tiempo para más modificaciones, pero la resiliencia gubernamental está más que agotada. El sentido común y la mejor voluntad de concordia rechinan ante la exhibición de poderío de dos formaciones que tendrían ahora que estar rogando clemencia y que, al contrario, no muestran sino una superioridad insólita (y absurda). La endogamia que preside los movimientos del partido de Puigdemont, la subordinación de su estrategia a salvar el trasero del fugado por todos los medios, es tan evidente que resulta obscena. El señalamiento con nombres y apellidos de los jueces, y la descalificación de alguna vía de acusación ni demostrada ni agotada del todo -la implicación rusa- han dado paso a una confrontación de poderes que solo un ideologismo obtuso o mal intencionado puede despachar fácilmente. Si no hubiera tema ni función, más allá de genéricas acusaciones de ‘lawfare’, no habría tanta prevención y precaución entre los conservadores catalanes; tanta como para probar a quebrar la resistencia, la paciencia y las tragaderas del Ejecutivo.

Están leyendo mal el momento. No es al Estado al que le echan un pulso; ni siquiera a ese engendro inventado de la «fachosfera». Es a la ciudadanía a la que chulean y la que se siente humillada por una colección de frívolos y arrogantes ajenos a la realidad. El Gobierno puede seguir arrastrándose, pero ahora hay una sociedad que más pronto que tarde tendrá ocasión para manifestarse al respecto con el procedimiento establecido: el voto. Las posibilidades de persistir con esos compañeros de viaje suman cero; o, peor, suman un deterioro cotidiano de la cultura política del país, traducida en polarización extrema y en argumentos insolventes y solo soportados en el pánico al contrario, lo peor que se puede concebir en una democracia (el competidor como enemigo).

Aunque a alguien se le escapó, la democracia no puede ser una dictadura parlamentaria, el Legislativo no puede doblegar a los otros dos poderes, por más que sea el preeminente en nuestro caso. Sus resoluciones no pueden disponerse para driblar la acción de los jueces, aunque sean algunos de ellos intencionadamente beligerantes con sus objetivos. Por encima de la decisión parlamentaria, de su mayoría, están tanto la Constitución española como las normas comunitarias europeas. Gracias a ellas, todo no vale, y la ciudadanía puede y debe esperar razonablemente el concurso futuro de ambas. No es un juego de gatos y ratones, es la separación de poderes del Estado de Derecho. Lo otro es la asamblea de majaras decidiendo: mañana sol… y buen tiempo.