LUIS VENTOSO-EL DEBATE
  • Allí estaban con sus causas del rencor victimista y adulando al poder, incapaces siquiera de un recuerdo a los guardias civiles asesinados, o la gente del campo
En 2018, Mark Lilla, un profesor de Humanidades de Columbia de simpatías demócratas, publicó un enjuto librito titulado El regreso liberal, donde de manera clarividente exponía el talón de Aquiles de la izquierda occidental. «Incapaz de desarrollar una visión política del destino compartido del país» –explicaba– el mal llamado progresismo se lanzó «a las políticas del movimiento de la identidad y perdió la noción de lo que compartimos como individuos y de lo que nos une como nación». Lo clavó.
El profesor Lilla explica que esa izquierda urbanita, que va de divina, que no ve a un currante en persona salvo en el servicio de los restaurantes, a la hora de la verdad da la espalda a los sectores populares que asegura defender. En vez de centrarse en las inquietudes de las anchas clases medias que conforman la columna vertebral de una nación, el pijiprogresismo se dispersa hablando de la identidad y clima y haciendo un énfasis exagerado en el victimismo de las minorías. Enfatizan esas nuevas causas al ser conscientes de su incapacidad para dar respuestas a los problemas de la vida cotidiana de las familias.
Nada ejemplifica mejor todo lo anterior que el aroma que exhala la gala anual de los Goya, epítome de la pijizquierda. Presidiendo, Mi Persona, el falso ecologista que retorna de Valladolid a Madrid en Falcon. Un presidente que cuando debería estar recordando y penando a los guardias civiles asesinados en Barbate por la incompetencia de su Gobierno, que los desprotegió, estaba de risitas en la alfombra roja haciéndose selfies con los artistas afines y recibiendo el más zafio pelotilleo de TVE («presi, ¡te queremos!», le gritó una reportera hooligan del régimen).
Mientras la gente del campo protestaba en las autopistas contra un burocracia atosigante, el ecologismo histérico y una subida de costes que los hace papilla, los artistas «comprometidos», instalados en su torre de marfil, estaban en otras preocupaciones: la enésima vuelta de tuerca al MeToo, las críticas a Milei, el jaboneo al poder, y aderezándolo todo, por supuesto, una implícita promoción de la ya empalagosa causa homosexual.
La izquierda Möet & Chandon del victimismo y las minorías siempre agraviadas, ese «progresismo» narcisista que descuida a las amplias clases medias, puede gobernar en España gracias a dos increíbles anomalías. La primera es que el PSOE ha roto la línea roja no escrita de nuestra democracia de que no se recurriría para gobernar al apoyo de los partidos golpistas y el de ETA. La segunda es el insólito cuasi monopolio de la izquierda en el panorama televisivo.
España no es un país anómalo lleno de gente rara. Al igual que ocurre en toda Europa, la izquierda está a la baja y la derecha en auge. Los trabajadores se dan cuenta de que viven cada vez peor, que el rollito eco-feminista-arcoíris del neosocialismo no llena sus bolsillos. Existe un malestar cada vez más enconado. De ahí viene el grito del campo, que ha sorprendido a una Europa todavía rehén de una modorra socialdemócrata que presenta síntomas de agotamiento.
Por eso es una lástima que el único líder de un partido de la oposición con opciones de gobernar no se dé cuenta de que estamos ante una enorme batalla ideológica. La cosa no va de gestión –aunque habrá que gestionar bien, por supuesto–, va de liderar con un punto de vista alternativo, va de ofrecer un esquema mental y unas ilusiones diferentes a las que impregnaron la gala de los Goya. Ahí fuera hay millones de españoles que quieren otros sueños, otra España. Otro futuro que no sea el de la compra de voluntades peronista, el rencor social, el intervencionismo económico y la condena de la moral católica.