GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • El espectáculo no es lo representado en sus pantallas. El espectáculo son ellos: oficiantes de lo hortera y lo sublime
Nada puedo decir sobre las obras que exhiben. Han pasado muchos años desde la última vez que vi una película española. Tantos, cuantos llevo sometido a las exacciones de Hacienda. Retornaré a ver alguna que otra, cuando mi declaración de la renta me de acceso libre a su visionado. Nadie paga dos veces por la misma mercancía. Salvo un bobo o un masoca. Como todos los ciudadanos que rinden cuentas al tesoro público, una parte –por minúscula que sea– de mis impuestos ha servido para financiar esas mercancías. Buenas o malas, excelentes u horripilantes. Hasta el más benévolo sabe que, cuando el Estado dice «subvencionar algo», es el ciudadano, cada ciudadano, el que lo está pagando: quiéralo o no lo quiera. Bien está. En todo caso, es inexorable. Pero con pagar una vez, sobra y basta. A mí, me sobra y basta, al menos.
Me he pasado media vida –la mejor– encerrado en las salas de cine. Y con Godard, que lo aprendió de Langlois, comprendí enseguida el envite de mi búsqueda de ese espacio oscuro, sumergido en cuyo abismo uno se somete, indefenso, a la acometida de sus fantasmas: «el cine no se funda sobre una verdad histórica. Nos da una narración, una historia, y nos dice: ahora, cree». No en la historia, de la cual las imágenes tratan. Cree en las imágenes que tienes delante, en la sabia combinatoria de su luz y sombra, en su mentirosa habilidad para tejer con el tiempo un artificio verosímil; cree en su irrenunciable, en su conmovedora mentira. Una «fábrica de sueños», dicta el canon. O –eso sugiere Godard–, más que fábrica, los jirones de olvido que del sueño perviven vagamente en la vigilia: «El sueño es lo perturbador, lo prohibido. Sufro por lo que se resiste en mí a conocer mis sueños. Y los traduzco en películas. Los sueños son cine. Los libros son lo que uno escribe al amanecer, las películas lo que uno sueña al llegar la noche». Entre unos y otras, transita la vida. Lo memorable de ella.
Sabemos que la idiotez de un pintor o de un músico no altera en nada la belleza –o la fealdad– de sus cuadros o de sus sinfonías. Igual, con un director de cine. No digo ya con las brillantes marionetas que son sus actores. Pero puedo leer las sabias palabras de un John Ford, de Hawks, de Hitchcock, de Chaplin, Keaton, Browning, o el descaro brillante de Ava Gardner, sin que en nada desmientan el talento que me deslumbró en sus imágenes. Aun en sus más rebuscados excesos o paradojas, exhiben una inteligencia que deslumbra. Oír a los alegres oficiantes de los Goya pontificar de lo mejor y lo peor, aleccionando a la pobre gente de cuyo bolsillo cobran, ya no me enoja. Tampoco me da ya risa. Sólo vergüenza. Y ni siquiera quiero catalogar ya cuáles, de quienes ahora claman contra la «cinéfoba» derecha que quiere su ruina, forjaron sus carreras al cobijo de la tele franquista.
Tienen una gran ventaja, todos estos de los Goya. Son síntoma de lo que somos: ignorancia, más sentido cero del ridículo. Agradezcámosles su no-pudor. Y, en homenaje a su esfuerzo, releamos a Guy Debord: «Toda la vida de las sociedades modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo vivido se perdió en la lontananza de una representación».
Y no, el espectáculo no es lo representado en sus pantallas. El espectáculo son ellos: oficiantes de lo hortera y lo sublime. Hay quienes pagan por verlos.