FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • El hombre puede jugar a ser cosmopolita, pero tiene su mente y su corazón bien afianzados en lo particular, lo local. Las elecciones autonómicas van sobre todo de eso, de hablar y decidir sobre ese “nosotros” más restringido

Creo que ofendería al lector si empezara esta columna reiterando lo que ya sabemos todos. Que Feijóo se la juega y por qué; que Sánchez podría cantar victoria aun siendo claramente derrotado, ese efecto perverso del binarismo que ha ensombrecido la política española; o que Ana Pontón, consiga o no gobernar, acabará siendo la única opción que destaque sobre todas los demás. Voy a detenerme en esta última, porque su más que probable éxito puede ser ilustrativo de uno de esos cambios silenciosos que a veces se producen en la política. Repito, incluso, por paradójico que parezca, aunque al final el PP saque mayoría absoluta. Lo que no sabemos bien es el porqué de ese logro. Lo fácil es recurrir a las cómodas inercias conceptuales con las que buscamos atrapar los fenómenos políticos. En el caso que nos ocupa lo más inmediato es recurrir a la capacidad de liderazgo, que Pontón sin duda la tiene, o a un presumible aumento del sentimiento nacionalista gallego. A mi juicio, sin embargo, la dimensión del fenómeno no se deja subsumir fácilmente bajo nuestro clásico eje nacionalismo/españolismo o el de izquierda/derecha. Junto al liderazgo incorporaría otra dimensión, aún inexplorada, el eje cercanía/lejanía.

Mi maestro, Francisco Murillo, solía decir que “el hombre es un animal de cercanías”. Puede jugar a ser cosmopolita, pero tiene su mente y su corazón bien afianzados en lo particular, lo local. Y este tipo de elecciones, las autonómicas, van sobre todo de eso, de hablar y decidir sobre ese “nosotros” más restringido. Cuando en ellas uno observa las campañas de los partidos estatalistas no puede dejar de percibirlos parapetados detrás de la máscara con la que se presentan según el territorio en el que les toca hacer campaña. El resto es lo de siempre, estrategias de manual de marketing político. Cada elección autonómica o local debería tener en cuenta, sin embargo, su propia letra pequeña, la contextualización particularista. Y por tal no solo entiendo los problemas específicos de la tierra en cuestión, sino algo más, algo que a falta de mejor término definiría provisionalmente como cercanía, proximidad. Por muy arraigados que estén en el territorio los partidos nacionales, a nadie se le escapa que emprenden su campaña instrumentalizándola a intereses lejanos. Los resultados de Galicia les importan por su impacto sobre la política nacional. Entre otras razones, porque así es como los vamos a evaluar todos.

La explicación del fenómeno Pontón hay que verla en su ruptura con esa inercia, en que su voz suena a las voces de casa que buscan hacerse oír también hacia afuera. Las de los demás se perciben, por el contrario, como “lejanas”. Yolanda Díaz o Feijóo serán gallegos, pero están lejos. Y qué decir de Sánchez. Hay algo de revuelta particularista en este giro, que trasciende lo territorial. Recuerda a la de los chalecos amarillos o la de los agricultores europeos: la dificultad de ajustar intereses e identidades particulares a una pluralidad de esquemas de representación espacial superpuestos en un mundo que es, a la vez, cada más interdependiente. Dos poderosas dinámicas en rumbo colisión. ¿Cuántas dimensiones espaciales somos capaces de integrar? ¿Hasta dónde vamos a estar dispuestos a sacrificar lo particular en nombre de lo más general? Yo me considero de los anywheres, los de todas partes, eso que los griegos llamaban panphylos, los de todas las tribus. Quizá por pura arrogancia urbanita y porque tengo mis intereses satisfechos. Me temo que en el fondo soy un pánfilo, en el sentido que en castellano damos a este término, un ingenuo. Todos somos también somewheres.