IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Entre Ira y el príncipe parecían reposar cenizas de un afecto nostálgico, de un pacto de tolerancia con los propios fracasos

Marbella fue el sueño de un príncipe que dormía con una princesa. Ella se llamaba Ira Von Fürstemberg Agnelli, venía de la doble aristocracia del dinero y de la nobleza, y cuando se casó en Venecia con Alfonso de Hohenlohe apenas era una quinceañera. El romance acabó mal y pronto, en los brazos de un play-boy brasileño dueño de una inmensa fortuna minera y aficionado a los coches de alta gama, los aviones y la juerga. Hohenlohe también era un playboy pero más remansado, y había descubierto en la Costa del Sol el encanto de las buganvillas, la cal y el reflejo de plata del mar bajo la luna llena. El antiguo matrimonio se volvió a cruzar muchas veces en Marbella a lo largo de los años, él junto a alguna de sus siguientes esposas y ella sola o con cualquiera de sus amores recién coleccionados. Se miraban con una gentileza elegante, de una elegancia sin rencores donde parecían reposar las cenizas de un afecto nostálgico fruto de un pacto de tolerancia con los propios fracasos.

Una vez, hace tres décadas, le oí decir al príncipe, en su bungalow del Marbella Club, que de todas las mujeres que había amado –y hubo muchas– Ira fue la que le causó más impacto. En aquella época ya era una belleza algo marchita que ejercía de musa de pintores y mecenas de diseñadores famosos, brincaba por el mundo del lujo y consolaba de su viudez a Raniero de Mónaco. Atrás habían quedado los pinitos de actriz que la llevaron a salir semidesnuda en las primeras películas del ‘destape’ cinematográfico. Vivía entre desfiles de moda, brillo de diamantes, trasiego de palacios y hoteles caros, patrocinios benéficos y ‘papparazzi’ emboscados a la caza de un plano de sus ojos enormes, profundos, y sus cejas de arco. Y de vez en cuando regresaba, sin ruido, envuelta en un cierto aire esquivo, al edén que había visto surgir y crecer junto al Mediterráneo antes de que la corrupción del gilismo lo arrasara con el desembarco de pléyades de mafiosos rusos y horteras despatarrados.

Quizá llegó demasiado pronto, cuando el proyecto vital de una muchacha recién casada, educada en el glamour del Gotha europeo, aún reclamaba emociones más fuertes, paisajes más abiertos, escenarios más cosmopolitas, alientos más intensos y horizontes más amplios que los de aquel todavía pequeño pueblo de pescadores y marineros. Tuvo que pasar el tiempo para que aprendiese a valorar el silencio, la serenidad, la pausa, el sosiego que terminaría viniendo a buscara una finca de Ronda. Pero de una forma o de otra, la figura de Ira de Fürstemberg formará siempre parte esencial de la impronta que el modelo visionario del príncipe Alfonso dejó alojada en la médula sentimental de Marbella como una cosquilla melancólica. Quizá la misma que una tarde de verano trepó hasta el corazón del viejo aristócrata para acariciar la cicatriz de una herida a medio cerrar entre los pliegues de su memoria.