JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Noto más despierto que nunca aquello que nos movió: la infamia y la necesidad de aplastarla

El término «constitucionalista» nos vino muy bien a los primeros que desafiamos de frente y sin complejos al nacionalismo catalán. Era estúpido y contraproducente seguir definiéndonos en negativo: los «no nacionalistas». Pasamos de resistentes a agentes alfa ante los que otros deberían resistir. La diferencia era inmensa y solo pedía un cambio de actitud. A muchos les resultó imposible abandonar el lenguaje y los modos del eterno perdedor, que son una especie de adicción. La Constitución estaba de nuestra parte: la soberanía reside en el pueblo español, la nación española es indivisible e indisoluble, los españoles somos iguales ante la ley. Nos atribuimos un destino y empezamos a comportarnos con normalidad como lo que éramos: ciudadanos catalanes respetuosos de las leyes, hartos de victimismo, compatriotas de aquellos que nuestros vecinos supremacistas despreciaban. La razón jurídica y democrática nos asistía, en tanto que chocaba con todo cuanto los nacionalistas habían hecho, hacían, y seguirían haciendo.

Las acusaciones de ultraderechistas llegaron de todos sitios, incluyendo el PP de Cataluña, convertido en una pieza que Aznar primero y luego Rajoy podían sacrificar y humillar. La inmersión lingüística, vergüenza silenciada, crimen de familia, era y es una discriminación en favor de los ricos, generalmente nacionalistas, que llevan a sus hijos a escuelas trilingües o tetralingües. Una forma de proteccionismo particularmente repugnante, pues neutraliza a los eventuales competidores desde niños. Las sentencias judiciales las han ignorado todos los gobiernos centrales, de izquierda y de derecha. Por cierto, no creo que eso vaya a cambiar, precisamente, con un entusiasta del monolingüismo oficial y de las naciones dentro de España como Feijóo.
Nuestras razones, decía, ya no las defendíamos como resistentes sino como «constitucionalistas», pese a seguir viendo violados y escarnecidos todos nuestros valores en los medios de comunicación públicos y privados de Cataluña, en las grandes empresas catalanas, en la universidad y la escuela catalanas, en los colegios profesionales y los sindicatos catalanes, en el mundo catalán de la cultura. Pero creíamos tanto en la verdad, cuando nuestro proyecto era un ser vivo y no un cadáver, que confiamos en autocumplir la profecía.
Nos mataron políticamente por no pactar con Sánchez, cuando era el PP quien debía hacerlo. Nosotros, salvo traidores y traidoras, siempre fuimos incompatibles con el insufrible separatismo, palurdo y pedante, que había llevado a Sánchez a la presidencia. Es el PPE quien gestiona y legisla en Europa con los socialistas. Ellos son sus socios naturales. Ciudadanos murió, y la esencia de lo que fuimos no resucitará en el PP, respetable partido socialdemócrata que nunca ha sabido tratar a los nacionalistas. La clave de aquella actitud insobornable es que no nos callamos jamás ante la cleptocracia, base de la deslealtad nacionalista. Y que rescatamos las palabras secuestradas para devolverles su vero sentido: libertad, España. Noto más despierto que nunca aquello que nos movió: la infamia y la necesidad de aplastarla. Ese espíritu se avergüenza cuando el Senado tramita lo que sabe inconstitucional. Nunca te dejes encular.