IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La transigencia con la falta de palabra es una disonancia cognitiva voluntaria que corrompe la normalidad democrática

Si hubiese que escoger un solo rasgo definitorio del presidente del Gobierno, su problemática relación con la verdad y la coherencia sería sin duda el que suscitaría –incluso entre sus votantes—mayor grado de acuerdo. En una política donde resulta frecuente el incumplimiento de promesas, la ocultación o el engaño, Sánchez ha logrado, dudoso mérito pero mérito al fin, abolir por completo el carácter de la palabra como contrato moral con los ciudadanos. Eso representa una ruptura esencial con el pacto ético sobre el que se fundamenta la democracia tal como la concibieron Jefferson, Franklin o Washington, herederos de un pensamiento social imbuido de espíritu luterano. Un compromiso que ha saltado por los aires ante el éxito de Trump y otros populistas contemporáneos, a cuyo socaire se ha producido un auténtico salto cualitativo consistente no ya en el uso sistemático de la mentira, por desgracia bastante generalizado, sino en haber obtenido la absolución de sus partidarios. La maestría en esa habilidad es la que ha permitido al sanchismo consolidar su liderazgo.

Como sostiene Teodoro León Gross en su flamante libro sobre la derrota del periodismo –él lo llama «la muerte» pero por una vez voy a ser más optimista–, la posverdad consiste en un estado de opinión donde la verdad, es decir, la realidad, deja de resultar importante frente a los prejuicios. Es el público, la ciudadanía, el cuerpo civil, el que da carta de naturaleza a los `hechos alternativos´ si sirven para imponerse a un adversario que la dirigencia ha señalado como enemigo. El caso de Sánchez va más allá porque sus simpatizantes ni siquiera le creen, pero continúan ofreciéndole su respaldo porque les conviene con tal de que la derecha no gobierne. La amnistía les repugna, por ejemplo, y sin embargo la aceptan como una especie de mal necesario, de requisito pertinente con el que deben transigir a despecho de la flagrante incongruencia con todo lo que defendían hasta hace pocos meses.

Es la famosa polarización, elevada a niveles paroxísticos de complicidad sectaria. La transigencia con el quebrantamiento de los propios valores ha conducido a una sociedad cínica, afectada por una disonancia cognitiva voluntaria, y a una vida pública degradada por un utilitarismo de raíces nieztcheanas. La banalización de la palabra como instrumento esencial en las relaciones de convivencia quiebra cualquier presupuesto de mutua confianza y supone por ello la destrucción de la normalidad democrática. Y no es el presidente el principal responsable sino quienes avalan o normalizan una impunidad mucho más dañina que de los separatistas catalanes, porque invierte los principios morales básicos en el funcionamiento de un sistema de libertades. Sólo un anclaje, al menos relativo, con la verdad puede legitimar a un gobernante. El problema realmente grave sobreviene cuando no se lo exige nadie.