ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Sánchez sigue firmemente decidido a recrear la España de los años 30, incendiada por tipos como él
La imagen de Sánchez entrando en el Valle de los Caídos, disfrazado de pocero y con aires de De Gaulle liberando París de los nazis, tiene un punto cómico evidente, agravado por la truculencia del paisaje: hay que tener unas dosis elevadas de insensibilidad, ignorancia y arrogancia para personarse entre restos humanos acompañado de forenses para la ocasión, como si su mera presencia fuera a revivirlos.
También hay que tener desparpajo para creer que con esa arqueología ósea de la venganza pueden taparse los escándalos de carne y hueso que le acompañan, con media familia en el ajo, medio Gobierno en el perejil, tres elecciones ruinosas en el horizonte y la sensación de que todo lo de Begoña, Koldo, Rubiales, Armengol y compañía acaba de empezar y no terminará hasta que la República Dominicana, que es para los socialistas algo así como Suiza para Bárcenas, diga la última palabra.
Lo de Sánchez buscando el arca perdida del antifranquismo, en un lugar que debería ser santuario de la reconciliación pero intentan que lo sea de la revancha, huele a ambientador barato para disipar el olor a Begoña, desde luego, pero es algo más: la plasmación en una imagen de todo el proyecto sanchista, sustentado en intentar jugar, como sea, el partido de vuelta de la Guerra Civil.
Porque si sus alianzas con el separatismo necesitan de un blanqueamiento de su pasado y de su futuro, uno sustentado en la violencia y el otro en la ruptura; su antagonismo con la oposición requiere presentarla como heredera cruel de un bando al que, ahora sí, podemos ganarle.
Con frecuencia hacemos bromas del tedioso recurso al francomodín de Zapatero o de Sánchez, que pretenden convertir a un señor nacido en el siglo XIX en la peor amenaza para los españoles del siglo XXI, y las tiene: resulta ridículo que un pijo de Pozuelo comparezca doliente cada dos por tres en el Valle de los Caídos, para regañar a nuestros padres y abuelos por hacer una mala Transición, que él va a enmendar con su vanguardista visión de la memoria democrática de verdad.
Qué sabrán los protagonistas de la Guerra Civil sobre la Guerra Civil, sus prolegómenos y sus efectos, al lado de esta generación de sabios progresistas que creen que «checa» es una República y «paseíllo» el que se dan ellos los domingos por El Retiro de Madrid.
Pero hay algo poco chistoso en todas las actuaciones del antifranquismo sobrevenido, que remata la ruptura dentro de la ruptura que encabeza Sánchez: dividir España en pago al respaldo independentista y dividir sus restos, de nuevo, entre rojos y azules.
Que las víctimas le importan a Sánchez lo mismo que el cambio climático cuando usa el Falcon hasta para ir al estanco, y no fuma, lo atestigua su oscilante sensibilidad hacia ellas: si son de ETA molestan, si son de hace 80 años, que no les falte de nada, como si los muertos tuvieran bandos y solo algunos de ellos estuvieran en el suyo.
Tal vez haya llegado el momento de darle una lección definitiva a Sánchez a cuento de la memoria histórica, un término en sí mismo horroroso que mezcla la vivencia personal con la disciplina académica, evitando de una vez que se sirva de cunetas para reabrir checas ideológicas y sociales sustentadas en la criminalización del adversario.
No es tan difícil: nos pueden y deben dar la misma pena Paracuellos que Guernica, darles a todos el abrazo que merecen y recordar, siempre, que aquella España de sangre y lágrimas la incendiaron tipos como él. Como Sánchez.