Kepa Aulestia-El Correo

La incertidumbre sobre el escrutinio de mañana en Cataluña contrasta con la certeza que acompañó a Euskadi a las urnas. Los vascos sabíamos qué partidos formarían la mayoría de gobierno resultante del 21 de abril. Una campaña insistente en que las elecciones podrían tener que repetirse es una anomalía democrática. Aquí estaba claro que el PNV y el PSE seguirían coaligados al frente de las instituciones vascas. También porque EH Bildu no considera llegado el día de hacerse cargo de ellas, y sus votantes prefieren continuar identificándose como oposición mientras gobiernan jeltzales y socialistas. Ni forman parte de la Euskadi vulnerable, ni cuentan con alicientes para que los suyos se hagan cargo del país. Les va bien con lo que hay, y punto. La temeraria aventura de la ERC de Pere Aragonés –aliada intermitente de la izquierda abertzale– gobernando en la más ínfima minoría será evaluada mañana. Si en algo podría parecerse la situación en Cataluña a la «paciencia estratégica» de Otegi es en la indisposición a gobernar que asoma en la actitud de todos los partidos allí. Aunque se trate de un reflejo preventivo a causa precisamente de la incertidumbre.

Todos temen quedarse fuera del Gobierno, y esa es una pulsión que debilita las aspiraciones de todos y alienta el supuesto de que se repitan las elecciones. Como si todos –o casi todos– creyeran –o necesitaran creer– que la prórroga posterior a unos comicios fallidos podría beneficiarles. Salvador Illa y los dirigentes del PSC temen que las necesidades parlamentarias de Pedro Sánchez pudieran obligarles a renunciar al gobierno de la Generalitat. Incluso en el caso de que las formaciones independentistas no sumen mayoría absoluta en la Cámara autonómica. Junts y ERC temen que si no llegan a gobernar se romperían sus respectivas costuras internas, de modo que tienden a poner sordina a sus anhelos, no sea que la frustración de expectativas acabe dividiendo un secesionismo ya dividido. Redivisión que la Moncloa visualiza con Puigdemont y Junqueras desentendiéndose de la gobernabilidad de España si, junto a la CUP y Aliança Catalana, no consiguen la mitad más uno de los escaños en juego. Todo mientras el PP de Núñez Feijóo limita sus objetivos a quedar por encima de Vox, empequeñeciéndose al recurrir a la migración como amenaza y estímulo de campaña.

La incertidumbre es total cuando cuatro de cada diez catalanes con derecho a voto continúan indecisos. Sus preferencias se diluyen porque ni siquiera está claro que su voto vaya a ser políticamente válido. Abstenerse resulta más tentador que nunca. Del mismo modo que si no hay manera aritmética de reducir las diferencias partidarias para conformar un gobierno estable, habrá quien tenga la tentación de deslegitimar el recuento si media una baja participación electoral. La contención mostrada por todos los actores políticos ante el vértigo que sufren, que contribuye a desdramatizar el momento, avala paradójicamente la aceptación general de la repetición de elecciones. Un tiempo añadido que Pedro Sánchez podría necesitar para cubrirse con, cuando menos, un año de legislatura.