IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La semilla del ancestral sentimiento antisemita ha vuelto a brotar bajo la coartada de la solidaridad con Palestina

Es posible que muchos de los estudiantes occidentales que protestan contra Israel no sepan siquiera lo que es el antisemitismo porque la historia que se enseña en las universidades, y no sólo en las de Estados Unidos, está cargada de sesgo ideológico y sectarismo político. Pero ese movimiento que en teoría pretende amparar a los palestinos reproduce con inquietante naturalidad algunos de los prejuicios causantes de la mayor tragedia vivida por la Humanidad en el último siglo. Aunque el Estado israelí no acostumbre a pedir permiso para defenderse cuando considera su supervivencia en peligro, y aunque use en esas ocasiones métodos difíciles de justificar incluso para sus países amigos, cualquier europeo o americano con un conocimiento mínimo de su pasado colectivo debería tentarse la ropa antes de acusar de holocausto y de genocidio precisamente a los judíos. Hay contextos en que el uso trivial de ese término provoca escalofríos.

El antisionismo es la coartada moderna del viejo, clásico, ancestral sentimiento antisemita, semilla hostil que ha encontrado en las nuevas generaciones de las naciones democráticas una complicidad tan ignorante como frívola. La corriente identitaria ‘woke’ se ha mezclado en los campus universitarios con una sorprendente empatía con el radicalismo islamista, aliado circunstancial de potencias desestabilizadoras como Rusia, Irán o China. La indiscutible masacre de Gaza es el pretexto de una corriente antioccidental jaleada por la izquierda con la misma ceguera suicida con que ‘comprendía’ el atentado de las Torres Gemelas. Es la pulsión antiliberal la que agita estas movilizaciones contra la guerra –selectivas porque de la de Ucrania nadie se acuerda– que de momento pueden costarle a Biden, el último moderado, la reválida de su presidencia. El creciente acoso a los descendientes hebreos en USA, Alemania o Francia reverdece una fobia étnica que a estas alturas debería sonrojarnos de vergüenza.

Poco a poco se va cayendo la careta del pacifismo abstracto y de la solidaridad genérica con el pueblo palestino. El apoyo a Hamás aflora cada vez más explícito en consignas beligerantes que en España han suscrito incluso algunos ministros. La reivindicación de una Palestina libre «desde el Jordán hasta el mar» significa la desaparición física del actual Estado judío y predica sin tapujos un verdadero exterminio. Entre los alentadores de las marchas y acampadas hay una organización que elogia abiertamente la «heroica» agresión del 7 de octubre y ensalza el terrorismo. (Alemania ya la ha prohibido). Ochenta años después han vuelto a escaparse los fantasmas del odio. Vienen disfrazados de idealistas generosos y entonando salmodias humanitarias a coro. Pero son los mismos demonios de nuestro peor fracaso histórico. Los que primero resucitaron en Europa los pogromos para acabar reduciendo medio planeta a escombros.