José Luis Zubizarreta-El Correo

  • La política vivirá en un compás de espera mientras no se pase de las palabras a normas que, controladas por las instituciones, transformen la realidad

Apunto de cumplirse nueve meses de legislatura –17 de agosto de 2023– y seis desde la investidura de su presidente –16 de noviembre del mismo año–, el nuevo Gobierno, si todavía cabe así adjetivarlo, apenas ha producido un solo acto relevante por el que merezca el sobrenombre de ‘Ejecutivo’. Ni siquiera la ley que más ha caracterizado y condicionado el tiempo transcurrido desde su formación, la llamada de amnistía, ha sido el producto de un proyecto elaborado y emanado desde el Gobierno, sino el de una proposición que ha de asignarse, aunque sea formalmente, a uno de los grupos parlamentarios que lo integran. No resulta, pues, inexacto calificar a este Gobierno de «vacante», no porque sea algo que «esté sin ocupar», según define el término el DRAE, sino porque no ha dado aún con una ocupación en que ocuparse. La suya ha sido hasta ahora una mera pose declarativa y no, como de un Ejecutivo cabría esperar, una actitud decididamente operativa.

La verdad es que, en tal actitud, la oposición parece haberse encontrado tan a gusto como el propio Gobierno. Dejadas de lado las ruedas de prensa de la portavoz gubernamental, en las que ningún hecho o norma se anuncia, la labor conjunta que aquellos desarrollan en las Cámaras se resume en una logomaquia vacía en la que la palabra, siempre necesaria, ha desplazado por completo a la acción y perdido toda su virtud performativa. Si, en las sesiones de control, las preguntas y requerimientos al Gobierno quedan siempre en el aire a la espera de una respuesta que nunca llega, las comisiones de investigación que se han constituido en el Congreso y el Senado parecen diseñadas para lucimiento del investigado a falta de investigadores que se estudien la materia y no destaquen sólo por su bochornosa carencia de profesionalidad y competencia. Los debates se convierten así en charlas de café, en el mejor y más excepcional de los casos, o en broncas de taberna, en el peor y más frecuente. La palabra, sin hechos que la nutran de sustancia, suena endeble y desguarnecida.

Se diría, pues, que, en política, el tiempo haya quedado suspendido en un compás de espera. Se charlotea para dejarlo pasar hasta que llegue el momento de entrar en acción y pasar de los dichos a los hechos y de las palabras a las normas. Podría alguien pensar que el compás lo marcan unas elecciones, nada menos que seis en muy poco más de un año, que habrían actuado de freno y detenido la acción por si pusiera en riesgo los resultados deseados por alguno de los contendientes. Siempre son menos nocivas las palabras, que vuelan y se desvanecen, que las normas y los hechos, que atan y comprometen. Pero las elecciones sólo han sido la excusa que oculta las verdaderas razones. Pasadas aquéllas tras las europeas de junio, se presentarán los obstáculos que de verdad dificultan el mencionado paso de los dichos a los hechos y de las palabras a las normas. Aparecerá entonces el rey en toda su desnudez y la palabrería que ha rebosado debates, mítines y concentraciones se mostrará en toda su inanidad.

La inactividad del Gobierno chocará tras los comicios con dos obstáculos que son los que lo mantienen paralizado. De un lado, la heterogeneidad de sus apoyos externos y, de otro, la falta de cohesión interna en sus propios miembros. La primera dio ya su primera señal de alarma cuando, al no poder aprobar los presupuestos uno de los aliados periféricos, se retrasaron automáticamente sine die los centrales. Sobresaltos como éste, e incluso más alarmantes, volverán a producirse cada vez que una norma desagrade a uno solo de los numerosos y heterogéneos apoyos con que el Gobierno cree contar. Y serán tantas las veces que esto ocurra cuanto es el número de los aliados. Menos grave sería el caso, si a la heterogeneidad externa no se viera colmada por la falta de lealtad de unos miembros de Gobierno que ya ha dejado repetida constancia de su disposición a marcar distancias de sus socios y acentuar su propia singularidad. Lo que ayer fue la tauromaquia, las prisas en el reconocimiento del Estado palestino o los requerimientos a las empresas que operan en Israel será mañana cualquier otra ocurrencia que se considere un incordio inoportuno. Quién sabe si esta misma noche, a raíz de los resultados que arrojen las urnas catalanas, no podremos ya empezar a vislumbrar el siguiente obstáculo que el Gobierno habrá de superar para asegurar su estabilidad o hasta su continuidad. La vacancia gubernamental adquiriría entonces, además del que aquí se le ha dado, el sentido que le asigna el DRAE: lo que está sin ocupar. Como si fuera un bien mostrenco a disposición del primer ocupante.