IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El proyecto independentista sigue siendo el único motor de la política en una Cataluña encerrada sobre sí misma

Hartos como están del separatismo y su matraca, a la mayoría de los españoles le importan entre poco y nada las elecciones catalanas. Sin embargo, pocas veces unos comicios autonómicos han tenido tanta influencia inmediata en la gobernación de España. No tanto por su resultado en sí mismo como por su eventual impacto en la cohesión de la alianza que por ahora proporciona a Pedro Sánchez una débil mayoría parlamentaria. Todos los agentes públicos entienden que el comportamiento de los siete diputados de Junts en el Congreso depende de que Puigdemont alcance o no sus expectativas, comprometidas a su vez por el recorrido jurídico de la ley de amnistía. El prófugo se ha convertido en la pieza decisiva de un embrollo cuya complicada salida proyecta sombras sobre la barruntada victoria del PSC de Salvador Illa.

A la vista de este panorama, la campaña electoral se ha desarrollado sobre la base de una gran mentira. Los principales candidatos, salvo el propio Puigdemont, se han esforzado en debatir cuestiones de proximidad –la sanidad, la enseñanza, el agua, la economía– en un intento artificial de soslayar el trasfondo real de la cita, que sigue siendo el ‘procés’, el proyecto independentista, el único motor de la maquinaria institucional de esta Cataluña encerrada desde hace dos décadas sobre sí misma. Todo lo demás son señuelos, espejismos, cancamusas propagandísticas. Sin la amenaza de autodeterminación, el chantaje de las élites nacionalistas carecería de la menor trascendencia política.

En este contexto, sólo el expresidente evadido es sincero. Se lo puede permitir porque la carambola de julio le permitió poner de rodillas al Gobierno y sabe que su principal reclamo consiste en la promesa de seguir haciéndolo. A su favor tiene la evidencia de que ha conseguido un cambio trascendental de las reglas del juego –una ley de impunidad, nada menos– y eso excita a los soberanistas más irredentos. En contra, que le falta valor para desafiar al Tribunal Supremo, cruzar la frontera y forzar los acontecimientos. Si deja caer a Sánchez y acaba con la legislatura, la amnistía se irá al limbo y él verá evaporarse cualquier posibilidad de regreso. Pero cree que puede obtener el poder a cambio de respetar el acuerdo. Y si lo consigue, a costa de Illa, será inevitable la reclamación de un referéndum.

En cualquier caso, las negociaciones poselectorales –con un probable bloqueo incluido– girarán en torno al procesismo porque no hay otro asunto cenital en una sociedad colapsada por la mitología del pueblo oprimido. Si el PSC gobierna, con Esquerra o en un tripartito, lo único que puede alterarse es el ritmo, pero no existe posibilidad factible de un rumbo alternativo cuando hasta buena parte de los votantes constitucionalistas piensan respaldar al sanchismo en la convicción de que la mejor solución es que el Estado se alíe con sus enemigos.