En la vida corriente buscarse enemigos es una mala idea, pero la política no es la vida corriente, y cuanto más extraña y alejada de la norma está, menos rige ese principio de sentido común. Y nada rige para Pedro Sánchez, quien hace tiempo descubrió que buscar enemigos y derrotarlos era la clave de su éxito político, carente como estaba y está de otro objetivo existencial que no sea el auto endiosamiento.
Sin embargo, aún hay quien no acaba de entender a Sánchez, o no acaba de extraer de su conducta las consecuencias que el caso reclama. La primera, que nunca se debe esperar de Sánchez una conducta política convencional y por tanto previsible, y no digamos moral. El corolario es la inutilidad de intentar acabar con él y su régimen como si fuera un político normal y previsible, atado a los procedimientos y reglas habituales. Pues la única de Sánchez es carecer de reglas y cambiarlas sobre la marcha, así se trate de la mismísima Constitución, las leyes fundamentales y los tratados internacionales.
Sánchez sigue al pie de la letra un antiguo principio de la tiranía: elige enemigos vulnerables y funda tu poder sobre su derrota sucesiva. La estrategia es temeraria porque tarde o temprano aparecerá un enemigo invencible, pero vale para ir tirando si no se cometen graves errores de cálculo. Es lo que han hecho en esta época Chávez y Maduro, Putin, Xi Jinping y los ayatolás de Irán o los talibanes afganos, por citar algunos.
La fractura del país entre fachas y progresistas
Aunque la estrategia es muy antigua, el teórico más acabado de este proceder fue un jurista famoso y maldito al que me he referido otras veces, Carl Schmitt, llamado el jurista del III Reich por su importante papel en el apaño constitucional del exitoso golpe de Estado que Hitler dio desde dentro del gobierno alemán. Con la derrota nazi, Schmitt se convirtió en un apestado para la derecha (salvo en España, donde el franquismo le protegió), pero el populismo de extrema izquierda lo redescubrió hace unos años: a Pablo Iglesias y Errejón, su profeta, les gustaba desconcertar a los indocumentados periodistas parlamentarios paseando con libros de Schmitt por el Congreso.
Schmitt desarrolló su teoría del enemigo en El concepto de lo político, obsceno ensayo a favor de la dictadura total tan brillante como tenebroso; lo debería leer quien quiera comprender y anticipar las maniobras de Sánchez, desde la fractura del país en fachas y progresistas (escribí sobre esto hace ya casi seis años), hasta el último, buscado y arriesgado choque con otro populista anticonvencional fuera de serie, Javier Milei, de signo opuesto.
Primero veamos qué decía Schmitt, porque aclara perfectamente la cuestión que nos ocupa: “la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo.” Esta distinción no tiene nada que ver con criterios objetivos o de necesidad, y vale perfectamente para enemigos arbitrarios y fabricados: el enemigo es un medio y se define así: “Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño.”
Ese otro y extraño era, en la Alemania de hace un siglo, el judío, el extranjero y el comunista, pero cualquiera puede representar, sin pretenderlo, ese papel tan útil y necesario para el político sin escrúpulos de mentalidad totalitaria (que consiste en que nada es ajeno a la política ni está por encima del poder).
De la amnistía al antisemitismo
Para Sánchez, ese otro y extraño convertido en enemigo a batir ha sido y es, desde luego, la derecha española. Ha conseguido todos sus triunfos movilizando contra el fantasma fascista a esos votantes que prefieren malvivir con la izquierda a vivir bien con la derecha. Pero este cuento da signos de agotamiento, y Sánchez recurre al socorrido cambio de tema: abrir un frente nuevo e inesperado mientras críticos y analistas convencionales tratan, en vano, de aclarar qué ha pasado con el lío anterior o intentan, sin ningún éxito, que conteste a sus preguntas y siga la agenda objetiva.
Así ha saltado de la amnistía al antisemitismo, apoyando a Hamás en Gaza, y del enredo en el peligrosísimo frente de oriente medio al choque con Javier Milei, el flamante presidente de Argentina.
Milei es un personaje fascinante, con su mezcla de ortodoxia económica, indispensable en la desquiciada economía argentina, y populismo de corte berlusconiano (de animal político de televisión), mezcla también llamada libertarismo por su aversión al Estado y su fe metafísica en la óptima autorregulación del divino mercado. A pesar de la tontuna mediática, encaja mal en la horma de “ultraderecha” con que creían exorcizarlo sus enemigos.
El problema de Sánchez con este penúltimo enemigo fabricado es que el elegido está encantado en ese papel. Milei también ambiciona, como Sánchez, ser líder mundial, en su caso de la reacción contra la izquierda, sea la convencional o la populista y woke (para este populismo sin sutilezas, no hay diferencia entre socialdemocracia, social-liberalismo, comunismo y narcotráfico).
Elegir a Milei como enemigo global, y anunciar a la vez el inminente reconocimiento del Estado palestino identificado con la dictadura terrorista de Hamás en Gaza, puede ser demasiado incluso para Sánchez
Así que, por primera vez, Sánchez no se enfrenta a un enemigo asustado que intenta zafarse de la telaraña, como el Partido Popular e incluso Vox, sino con alguien encantado por el reconocimiento: ¡el último representante de la paleoizquierda al frente de un gran país europeo, le declara supervillano de Marvel! ¿Cómo va a disgustar esto al hombre que llamó satánico al otro político argentino mundial vivo, el Papa Bergoglio? (lo que no ha sido óbice para que ahora lo abrace y le elogie sin tacha).
Deliciosa paradoja, el valor que Milei tiene para Sánchez deriva de la irreversible globalización política: Argentina apasiona en España para lo bueno y malo, y viceversa. También para Vox, pese a su rechazo “soberanista” a todo lo que suene a globalismo (sea eso lo que sea). Pero elegir a Milei como enemigo global, y anunciar a la vez el inminente reconocimiento del Estado palestino identificado con la dictadura terrorista de Hamás en Gaza, puede ser demasiado incluso para Sánchez.
La historia está llena de dictadores y aspirantes al título que perdieron todo por elegir un enemigo excesivo. Recordemos a Largo Caballero, o a Durruti, buscando la guerra civil revolucionaria en la primavera de 1936. No pocas veces los dioses confunden a quienes deciden liquidar concediendo sus deseos suicidas, como aquel rey Midas que murió de inanición porque todo cuanto tocaba se convertía en oro. O en enemigo, por qué no.