GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • Nunca, confieso, soñé llegar a ver un ejemplar tan puro de la perfecta carencia de escrúpulos, tan indiferente a cualquier principio, a cualquier valor. Un espécimen casi de laboratorio

En simple enumeración narrativa, Pedro Sánchez es el hombre que fue doctor con una tesis plagiada por ni siquiera sabremos nunca qué negros; es el sujeto para el cual la verdad no existe; la mentira, por tanto, tampoco; es el hombre que destruyó su partido, para suplirlo con una red de asalariados cuya prosperidad dependiera sólo de la obediencia al jefe; el gobernante al cual no importa que la nación gobernada desaparezca bajo sus pies; el legislador que cambia leyes a la medida de su interés privado o de los muy privados intereses de sus transitorios asociados… Es, en suma, el epítome –y casi la caricatura– de lo que en España, desde hace medio siglo, llamamos un político. La única diferencia con sus predecesores es que a él no parece generarle el menor remordimiento llevar los abusos hasta sus últimos límites. Sánchez es lo que todos ellos, pero con un plus de descaro que hasta ahora nadie hubiera juzgado posible.

Y, sin embargo, no, no pienso que esté en sólo Sánchez lo peor. Lo que debiera aterrarnos es el modo en el que el «resiliente» –o sea, el «rebotante»– Sánchez y sus deudos han logrado partir por la mitad España. Y no de un modo cualquiera: retrotrayendo esa línea de frente armado a la de sus tiempos más trágicos, los que todos dábamos por definitivamente enterrados en un pasado que hoy genera al mismo tiempo piedad y horror: los años treinta del siglo veinte. Esa escenificación histórica de la pesadilla que Goya proyecta eternamente desde la pared más sombría del Museo del Prado. Dos hombres enfrentados, a poco más de un metro de distancia. Anclados en el suelo hasta las rodillas: ningún retroceso es posible. Esgrimen sendos garrotes. Sangran ya. Y no les queda más que golpear, seguir golpeando, sin más esperanza que la de que el contrincante muera antes. Tal vez mueran los dos. Sin haberse desplazado un milímetro de su territorio.
Son ahora seis años ya –lo serán, con exactitud el próximo 2 de junio– de este sombrío espectáculo en el que una mitad del electorado español esgrime frente a la otra un odio ciego, del cual nada puede salir que no sea muerte. Seis años de buscar cómo reventar la cabeza de aquel que pueda poner en cuestión los beneficios que sobre quien manda recaen; y sobre sus familiares, y sobre sus amigos y empleados. Seis años ya –y eso sí es lo peor– en los que la ciudadanía española repite ante las urnas, una y otra vez, con minúsculas alteraciones, la división de duelistas a garrotazos que, desde todas las instancias propagandísticas del gobierno, le ha sido impuesta como canon de honor y ética ancestrales: «golpea a tu enemigo y mátalo; a eso se reduce tu deber ciudadano; tal vez muráis ambos, no es grave; nosotros, mientras tanto, iremos haciéndonos ricos; es lo justo, ¿para qué, si no, va un hombre de nuestra calidad a dedicarse al gobierno?».
Mucho me ha repugnado siempre la política. Y los políticos, en mayor medida. He conocido –hemos conocido–, en este casi medio siglo de democracia, asesinos, ladrones, estafadores, sinvergüenzas de muy diverso cuño… Nunca, confieso, soñé llegar a ver un ejemplar tan puro de la perfecta carencia de escrúpulos, tan indiferente a cualquier principio, a cualquier valor. Un espécimen casi de laboratorio. Tiene su mérito. Es nuestra criatura.