Kepa Aulestia-El Correo
La aprobación definitiva de la amnistía en el Congreso suscita una pregunta inmediata. Sobre si esa ley -incluidas las vicisitudes judiciales que la esperan- está ya políticamente amortizada, o puede generar todavía réditos partidarios, sea a su favor o en su contra. Si puede dar más de sí un valor imprescindible para quienes la exigieron desde el principio y para aquellos que, después de las generales del 23 de julio, se vieron en la necesidad de descubrir sus virtudes. Más de sí a sus detractores, que llevan meses contemplándola como un mal inevitable contra el que ni siquiera pueden prometer su derogación. En el pleno del jueves, el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, presentó la amnistía como «acta de defunción del Partido Socialista Obrero Español». Un pronóstico que estuvo presente entre las preocupaciones de muchos socialistas. Solo que ahora creen -o quieren creer- que, en un juego de suma cero, la amortización política de la amnistía afectará negativamente a los populares. A no ser que resulte insuficiente para apuntalar la legislatura de Sánchez.
Hay en el cambio de postura socialista respecto a la amnistía -que ha sido paulatino desde que Sánchez asumiera su posibilidad sin nombrarla- una contradicción evidente entre la seguridad con la que la rechazaban por ser inconstitucional y la seguridad con la que acabaron defendiéndola por ser plenamente constitucional. Empleando además el argumento indemostrable de que su promulgación nos acercaría al resto de Europa. Aquello que parecía amenazar la convivencia en España se convirtió, de pronto, en la mejor garantía para asegurarla. Después vendría una paradoja más sutil, a raíz de las elecciones catalanas, que el portavoz socialista en la sesión del Congreso, Artemi Rallo, resumió sentenciando que gracias a la amnistía en trámite el independentismo perdió la mayoría absoluta, y la ganaron la izquierda y el no independentismo. Una conclusión excesiva. Pero también contradictoria en cuanto a la política que sigue el PSOE. Puesto que aspira a entenderse con Junts y ERC, está empeñado en confrontar a cada segundo con «la derecha y la extrema derecha» no independentistas, y trata deliberadamente de empequeñecer lo que asoma a su izquierda, empezando por Sumar. Para todo lo cual la amnistía es más un señuelo que una palanca de cambio. Siendo improbable que sus efectos sobre el comportamiento electoral sean inequívocamente tangibles en las europeas del 9 de junio.
La amnistía parece políticamente amortizada para el independentismo, con la única excepción de si finalmente Carles Puigdemont pueda volver a España para aspirar a la presidencia de la Generalitat, siempre que la Mesa de la Cámara lo designe para intentarlo antes que Salvador Illa, u opte por desdecirse de su retirada aceptando liderar Junts una vez amnistiado.
La amnistía, que el independentismo saludó obligadamente el jueves como victoria propia, podría convertirse en el espejo que revele el absurdo del ‘procés’. Lograr que el Estado constitucional se retrate en el olvido penal legislado, sujeto a recursos y cuestiones prejudiciales, para así regresar al punto de partida previo a 2017. A no ser que ni la amnistía pueda llevar a Salvador Illa al puente de mando de la Generalitat, ni sea suficiente para que Pedro Sánchez agote 2024 sin convocar elecciones mientras el PSC no se avenga a dejar paso a Puigdemont.