IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El oprobio de la amnistía merece que Puigdemont sea repuesto en el cargo para completar la humillación del Estado

La amnistía merece el colofón de que Puigdemont vuelva a ser presidente de Cataluña. No es probable que ocurra, al menos sin repetición electoral, porque ni siquiera Sánchez tiene la fuerza suficiente para que el PSC entregue la cabeza de Illa, y porque en todo caso sabe que perdería buena parte de los votantes que evitaron su descalabro el pasado verano. Pero es el desenlace apropiado para esta ley de menoscabo, oprobio y humillación del Estado: el regreso con honores del dirigente que tuvo que huir tras desafiarlo. Así se culminaría de la forma más rotunda posible el agravio que los separatistas llevan siete años rumiando y que han conseguido imponer a un Gobierno convertido en su primer feudatario. Si se trata de reconciliarse (?) con ellos, qué mejor manera que devolver a su líder al cargo del cual se considera usurpado. Los pactos de capitulación hay que festejarlos con una ofrenda de regalos donde el bando rendido reconoce su fracaso

Como eso resultaría demasiado denigrante incluso para un Sánchez acostumbrado a rebajarse, habrá otra clase de obsequios en prenda del apoyo de los sediciosos catalanes. Un poder judicial propio, un concierto que consagre privilegios fiscales, tal vez una consulta de autodeterminación vestida de camuflaje. La reforma y supresión de los delitos cometidos durante la insurrección iba de serie en el acuerdo de las partes como requisito preliminar o fianza sin efectos condicionantes. Ahora es tiempo de pagos políticos, hora de avanzar sin prejuicios en un proceso de demolición del ordenamiento jurídico del que la impunidad sólo constituye el principio. Lo admita o no el jefe del Ejecutivo, la ruptura de las bases constitucionales –soberanía nacional, igualdad ante la ley, separación de poderes– va incluida en el precio abonado al independentismo. Y ya da igual incluso que disuelva la legislatura porque el desafuero contra el modelo del 78 está cometido, aunque con él su mandato haya terminado de perder la legitimidad de ejercicio.

Muy convencido no parece de su decisión cuando ha apelado a un dudoso tecnicismo casuístico para aplazar hasta después del 9-J la entrada oficial en vigor de la norma. Ésa no es manera de celebrar una medida histórica. Como tampoco tiene lógica que se haya negado a defenderla en el Parlamento una vez tras otra, enviando para el menester a subalternos encargados de cubrir sus ‘espantás’ clamorosas. Si se tratase de otra persona se podría pensar en un ataque de mala conciencia, pero en realidad es mera cautela, miedo al impacto en las urnas, recelo ante el cariz de las encuestas. Una ocultación infantil, un automatismo psicológico de quien tiene el hábito de engañar por sistema y aun así siente desconfianza de las consecuencias. Pero no será él sino los ciudadanos de una nación denigrada quienes sufrirán la afrenta de esta claudicación torticera. La ley de la vergüenza.