Víctor Núñez-El Español
 

Algunos comentaristas han aprovechado la coincidencia temporal de la aprobación de la Ley de Amnistía con el caso Koldo la investigación a Begoña Gómez como estrategia retórica para sostener que la corrupción política que representa el borrado de los delitos del procés reviste una gravedad mucho mayor que la (presunta) corrupción económica que salpica al Gobierno.

Al fin y al cabo, el desfalco del erario público constituye la expresión más antiestética de la corrupción, y como tal inspira el repudio más visceral. Pero si se atiende a un significado más amplio, preciso y clásico del término, por corrupción debe entenderse toda forma de prevalencia del interés particular en las cuestiones concernientes al bien común, que son, en teoría, la materia de la política.

El chalaneo de Pedro Sánchez con los separatistas a cambio de siete escaños para su investidura cumple sobradamente esta definición.

En realidad, la corrupción económica es la más inocua de todas. Consecuencias mucho más profundas entraña la corrupción política. Pero en esta gradación hay una tercera forma que es la más corrosiva por ser la fuente de todas las demás, y que suele estar ausente en la ecuación: la corrupción moral. Es decir, precisamente aquella que hace que la corrupción política se perciba como mucho más leve que la económica.

De ahí que siga siendo cierto aquello de que tenemos los políticos que nos merecemos. No sólo a los gobernantes sino también a los gobernados deben dirigirse los reproches por el emponzoñamiento y la degradación de la vida pública, porque es a las ideas sociales y a las costumbres a las que hay que atribuir en primer lugar las deformaciones políticas.

Como escribió Manuel Fraga, es necesario que la sociedad tenga una idea básica y clara de «lo que es lícito o ilícito, lo que es correcto o corrompido, lo que sirve al bien común o al contrario lo traiciona». El asentimiento de buena parte de la ciudadanía española al intercambio de escaños por inmunidad transparenta una cultura cívica maltrecha, en la que la noción de la responsabilidad social brilla en muchos casos por su ausencia.

Las sociedades contemporáneas, y la española en particular, han vivido un proceso de asolamiento de la moralidad cívica. De este ethos colectivo (el entramado de prácticas enraizadas en afectos que vincula a los miembros de una comunidad política, y que configura la esfera de lo público) dependen las virtudes privadas.

Sólo en una nación que ha perdido toda práctica de la virtud pública, que ha visto desvirtuadas sus costumbres, un líder político puede llegar a afirmar que la traición a su palabra se justifica por un «hacer de la necesidad, virtud». Porque la virtud es precisamente la facultad de preocuparse por el bien de la comunidad. Y esta depende de la existencia de unos sentimientos morales compartidos.

[Feijóo y Azcón endurecen el discurso contra Sánchez: «Se levanta y se acuesta abrazado a la corrupción»]

Las creencias fuertes y comunes sobre lo aceptable y lo intolerable constituyen la infraestructura ética de las sociedades. Y sin ellas no puede haber política como tal. A lo sumo, en nuestros regímenes sólo podemos hablar de pseudopolítica.

Porque la política debe promover intereses públicos, conferir unidad a la colectividad: perseguir el bien común. Pero para eso, como explica Dalmacio Negro, se necesita un régimen intelectual que oriente las ideas sociales. Que estructure las pasiones y principios según pautas comunes. Que encauce y contenga las ambiciones individuales. Que determine fines colectivos.

Pero en los tiempos del individualismo desaforado no puede sino faltar este sentido de lo público. Hace mucho que se perdió la noción del bien común, una visión de conjunto de las metas verdaderamente políticas que trascienda la inmediatez de las necesidades particulares. No hay ya un punto de vista general más allá del de la utilidad personal, ni en el presidente del Gobierno ni entre los ciudadanos.

Y ello porque la desintegración de la unidad afectiva de la comunidad ha arrasado con todos los frenos morales, así en Sánchez como en la mayoría de nosotros. Como adelantó Comte, «el desorden de las ideas impide casi siempre ver nítidamente en qué consiste realmente el interés público». Y de ahí que Dalmacio Negro añada que, junto con la privatización de la política, se ha dado también una privatización de la inteligencia.

La moralidad pública ha sido sustituida por la ideología. El pensamiento de gobernantes y gobernados ya sólo puede ser parcial, fragmentario. No contamos con una cultura política unificada cuyos hábitos mentales permitan albergar un sentimiento de lo colectivo. Y eso explica que, tal y como ha mostrado el gobierno socialista en toda su crudeza, las motivaciones privadas acaban determinando la acción del Estado

La política moderna, amoral por definición, implica una separación de la ética y la política, y como tal ejerce una acción desmoralizadora. Se da así la paradoja de que nuestro modelo político relega al ámbito privado el auténtico fundamento de lo público, que es la moral cívica, la virtud.

Por eso, como recuerda Dalmacio Negro, en nuestros Parlamentos no se discuten opciones políticas, sino que se representan intereses particulares para influir sobre la legislación. La política moderna no es más que un sistema de representación y equilibrio entre intereses privados, legitimado sobre la ficción de que del arbitraje entre estos conflictos brotaría armónicamente el interés general.

En ausencia de contrapesos morales robustos, este es un marco propicio (o que prácticamente implica) la corrupción. Porque deja prevalecer en el ámbito público los intereses particulares del poder político y de los partidos, quedando copado por voluntades particulares en pugna.

Ante este estado de cosas, sólo queda desengañarse y asumir que la corrupción no desaparecerá de la vida política cuando Sánchez salga de ella.