Carlos Martínez Gorriarán-Vozpñopuli

Stefan Zweig fue un distinguido novelista y biógrafo austríaco de la primera mitad del siglo pasado, muy popular en su tiempo; en la actualidad, su obra vuelve a merecer la atención de los lectores. Pacifista, europeísta y sincero cosmopolita -rasgos frecuentes de los intelectuales judíos secularizados, como Zweig-, cayó en un error muy común en su círculo de entreguerras: creer que la verdadera Europa era la brillante red de escritores e intelectuales amigos: Freud, Shaw, Romain Rolland, Gide, Thomas Mann, Hesse, Gorki y una lista tan larga como impresionante; en cambio, la política era irrelevante y la política misma, comparada con la alta cultura, una ocupación detestable.

Venganza de la política vulgar

Por eso Zweig nunca pensó seriamente que la pequeña y rutilante sociedad de los refinados círculos culturales de Viena, Berlín, París o Londres tuviera nada que temer de los groseros totalitarismos en auge en la época. Comunistas, fascistas, anarquistas, nazis y demás alborotadores deberían ser dejados a la policía, mientras él y los suyos se consagraban a escribir, viajar y reforzar los lazos de amistad de las élites espirituales, a clamar por la paz, la no violencia y la fraternidad universal, adoptando como su santo patrón a Lev Tolstoi.

La mayoría de ellos resultó incapaz de entender la amenaza que se cocía fuera de sus distinguidas reuniones y no apreciaban, o despreciaban abiertamente, como alarmistas interesados, a los pocos lideres políticos lúcidos empeñados en advertir contra el peligro del totalitarismo en ascenso a caballo de la crisis económica y los odios nacionalistas y sociales, y del fin del mundo aristocrático de la belle époque. La obra de Zweig quizás más actual es, según creo, su excelente autobiografía, melancólicamente titulada El mundo de ayer. Memorias de un europeo.

Aquí podemos leer una característica reacción de Zweig a la invitación oficial de visitar la URSS en 1928 para participar en un homenaje a Tolstoi: “Yo, que en lo profundo de mi ser detestaba todo lo político y dogmático, me negaba a imponerme a mí mismo un juicio acerca de un país tan enorme y un problema no resuelto todavía (…) No tenía ningún motivo para declinar la invitación puesto que mi visita, gracias a su finalidad exenta de todo partidismo, eludía cualquier aspecto político” (las cursivas son mías).

Zweig muestra que no hay colectivo tan fácil de engatusar y más proclive al autoengaño y egocentrismo que los intelectuales erigidos en conciencia apolítica de la época

El error fue creer que la fraternidad espiritual estaba por encima y al margen de luchas políticas, que los bolcheviques -santa inocencia- no tenían ningún interés político en invitarle, y que la neutralidad literaria permitía un juicio mejor informado y más ecuánime sobre, por ejemplo, la Rusia soviética en la primera etapa de la dictadura leninista. En realidad, Zweig muestra que no hay colectivo tan fácil de engatusar y más proclive al autoengaño y egocentrismo que los intelectuales erigidos en conciencia apolítica de la época.

Pero cuando los nazis anexaron Austria y le incluyeron en la lista negra de judíos, prohibiendo sus obras a pesar de sus protectores arios, Zweig, que tenía la nacionalidad británica, huyó a Londres con su mujer, Lotte. Allí se encontró con el anciano Sigmund Freud, más pesimista que nunca en su calidad de refugiado terminal (murió allí en septiembre de 1939). Freud, otro distinguido apolítico si no el mayor de todos, le expuso su teoría de que la pulsión genocida del nazismo nunca podría erradicarse por su profundo arraigo en la psique humana. Nada podía remediarlo, y la guerra era su consecuencia inevitable.

Abrumado por este pronóstico y sus propios miedos, Zweig inició un último viaje a Brasil. En 1942 se suicidó con su mujer en un hotel de Petrópolis: la foto de la pareja muerta, abrazada sobre la cama, que hoy sería censurada sin piedad por la ñoñería hegemónica, es uno de los iconos de muerte y desesperanza de aquella época terrible. Y de un trágico error: se había convencido de la victoria inevitable del nazismo y no quería asistir a la muerte de su amada Europa, tan refinada, laica, pacifista, culta y cosmopolita. No esperaba nada de la política ni de las democracias y no creía en la victoria.

¿Cómo podríamos convencerles de que Sánchez y su círculo cleptómano y corruptor son la viva antítesis de esa Europa que todos necesitan, la que elige Parlamento este domingo?

Por razones no muy distintas, no son pocos quienes arrugan la nariz ante las elecciones europeas de este 9 de junio. Algunos por elitismo a lo Zweig -que si los programas son detestables, que si las campañas pésimas, que si los liderazgos y partidos infumables-, y otros por simple indiferencia apolítica. Sánchez, en concreto, les parece más ridículo que amenazante (inevitable recordar el comentario evasivo del mordaz Karl Kraus sobre Adolf Hitler: “No se me ocurre nada sobre Hitler”).

Atribuyen la profunda putrefacción en la que seis años de Sánchez han sumido a instituciones y política en general no tanto a los intereses e ideología del PSOE actual como a taras intrínsecas de la política; creen que todo este desastre es consecuencia de la política, y que ninguna política puede cambiarlo. Unos tienen alto nivel de vida y otros malviven el paro, pero en el fondo comparten el error Zweig: confundir la sociedad política con su pequeño círculo de confort, sea el de restaurantes y sitios caros y elitistas o el de las fiestas patronales más concurridas y bullangueras.

¿Cómo podríamos convencerles de que Sánchez y su círculo cleptómano y corruptor son la viva antítesis de esa Europa que todos necesitan, la que elige Parlamento este domingo? ¿Cómo de que la neutralidad es a veces una excusa para no tomar partido y a la postre acabar arrollados por las fuerzas del mal que corren sueltas? (Burkepara que el mal triunfe, basta con que los buenos no hagan nada).

Un puto plebiscito sobre corrupción

No será a mí a quien deben convencer de que la oposición a Sánchez también es, digamos, que manifiestamente mejorable, por ser caritativos. Pero el domingo no votamos la nota a la oposición, sino si Sánchez y sus partidos despreciables, la coalición de golpistas, lunáticos y parásitos, van a representarnos en Europa. Sánchez y su doña y demás famiglia lo han convertido en un puro plebiscito sobre si corrupción sí o no. Si como a Zweig y su inteligente círculo a usted la política le resulta aborrecible, corrupta o ajena, será coherente absteniéndose. Pero debería ir pensando que quizás su vida en libertad pueda acabar un día tan bruscamente como el último viaje desesperado de Zweig al suicidio: nunca sospechó que ese fuera su destino.