• Todo cambia para seguir igual, aunque con el ojo puesto en esa decepción ciudadana que recogen ultras antieuropeistas

Lampedusa ganó. Entre tantas demarcaciones objeto de atención, los revolcones, disparos y resultados más o menos novedosos se multiplican, pero las cosas se fotografían como se esperaba, lo que no obvia señales y corrientes de fondo necesitadas de explicación y respuesta. Las elecciones europeas sirven desde siempre para algo más que para elegir un parlamento y las subsiguientes instituciones comunitarias. Se dilucidan también diferentes ámbitos de la política nacional, al punto de dar lugar a adelantos electorales o dimisiones para sofocar crisis suscitadas en espacios diferentes al preguntado, como en Francia o Bélgica. Se resuelven cuitas menores entre grupos cercanos enfrascados en pulsos particulares y de relativa importancia. Finalmente, estimulan a los ciudadanos cabreados a votar a candidaturas pintorescas que no dan salida a su enfado y solo sirven para sostener a los aprovechados (así desde Ruiz Mateos a Alvise).

Europa seguirá soportándose en los mismos hombros que hace siete décadas: democristianos (o así), socialdemócratas y liberales. Crecen los obstaculizadores, más que opositores, partidarios de ralentizar el proyecto con su nostalgia de soberanía; los hay a izquierdas y, sobre todo, porque la cosa patria es particularmente de esa índole, a derechas (extremas). Pero la suma alternativa que manejaron los conservadores estas semanas, acercándose a estos peligrosos diletantes, parece que no será necesaria y que contabilizarán con los socialistas de siempre y con la ayuda de los lastimados liberales y verdes. Todo cambia para seguir igual, aunque con el ojo puesto en esa decepción ciudadana que recogen ultras antieuropeistas. Los resultados en países clave del sueño europeo, como Francia, Alemania, Italia o Bélgica, preocuparían al templado Lampedusa, esos sí.

España sigue igual. La derecha incrementa su ventaja sobre el Gobierno, pero pierde en su particular partido contra sus propias expectativas, una vez más. Así que la realidad, siendo evidente –cuatro puntos–, se difumina y pierde consistencia y consecuencias. El resiliente resiste, redundantemente. La derecha extrema prospera aquí también con un discurso sin aristas, infame. Y la pregunta de dónde se cultivan e informan esos 800.000 votantes del tipo ese para el que la fiesta acaba de comenzar constituye todo un enigma para la ciudadanía civilizada. Las corrientes de fondo persisten: Yolanda Díaz confirma que es buena ministra y mala dirigente de partido; su coalición amenaza implosión por su parte más sólida (IU); las podemitas se regalan una mísera nueva vida; y CS desaparece de una vez (por fin). En Cataluña los resultados no debieran invitar a los secesionistas a exhibiciones chulescas: siguen de derrota en derrota. Todo el mapa es azul, menos aquel sedicente del referéndum de la OTAN que exceptuaba Cataluña, Canarias y el País Vasco (y Navarra).

En Euskadi ratifica su buen momento Bildu, por los pelos sobre los socialistas, vencedores en las capitales y áreas urbanas (detalle significativo). Y el PNV salva el escaño por la baja participación, pero sigue dando muestras de una pasmosa debilidad, acentuada desde las últimas elecciones para aquí gracias a la contumacia de algunos pequeños gestos que no han pasado desapercibidos. Pero todo sigue.