IGNACIO CAMACHO-ABC
- La Justicia no podía cruzarse de brazos ante el designio autocrático de deslegitimar su condición de poder del Estado
El lío de la amnistía no ha hecho más que empezar. Y va para largo. Era obvio que la Justicia no se iba a quedar cruzada de brazos ante la desautorización completa no ya de sus sentencias sino de su función como uno de los poderes (independientes, en teoría) del Estado. El Gobierno es consciente de que el desenlace, es decir, la aplicación de la ley, ya no está en sus manos, aunque esté quemando al fiscal general en el grosero intento de doblegar a sus subordinados. Es más, en pleno proceso de investidura catalana, a Sánchez incluso le puede convenir que el debate jurídico impida o desaconseje a Puigdemont presentarse como candidato. Podrá alegar que es cosa de esos jueces fachas y que él ha cumplido su parte del pacto. En esto último no le faltará razón: ha humillado las instituciones y convertido la Constitución en papel mojado al abolir de facto el principio de igualdad entre los ciudadanos. Buen trabajo. Si los separatistas no se lo reconocen es porque definitivamente son unos ingratos.
Tras la publicación de la norma, dilatada por otra de esas anomalías propias del sanchismo, la batalla legal –y campal– ha tomado cuerpo. Llevará tiempo. El poder judicial no está luchando para derribar al presidente sino para salvaguardar su fuero. En el pulso está en juego la supremacía del Derecho, puesta del revés por un proyecto legislativo que ha revocado un veredicto del Supremo y ha colocado al Congreso al servicio privado de una cuerda de reos, y que además, para mayor ignominia, ha sido redactado por éstos en colaboración con mediadores extranjeros. Esperan meses, quizá años, de forcejeos leguleyos hasta que la Corte de la Unión Europea fije criterio. Muchos de los encausados por el ‘procès’ quedarán exonerados de manera automática pero la cuestión clave, centrada en los delitos de malversación y terrorismo, afecta a la cúpula independentista que ha promovido la ley en su beneficio como parte de un abierto chantaje político: inmunidad a cambio de respaldo al Ejecutivo.
En el cuestionamiento de los límites técnicos de esa transacción infame no existe ningún conflicto de soberanía ni menos un choque de legitimidades. Se trata sólo de evitar –hasta donde sea posible– el desmontaje de las bases constitucionales, enviadas al desguace para satisfacer los intereses particulares de unos dirigentes condenados por flagrantes ilícitos penales. De restablecer un mínimo de hegemonía jurídica en medio de una sucia operación de trueques oportunistas. Los tribunales no deben disciplina al Gobierno ni al Parlamento, como sostiene la trompetería oficialista: tienen la obligación categórica de aplicar el ordenamiento con plena potestad jurisdiccional frente a cualquier intervención invasiva. Y sólo en la medida en que resistan las amenazas contra el ejercicio de su autonomía podrán los españoles conservar una cierta, relativa fe en la justicia.