REBECA ARGUDO-ABC

  • Lloran porque en la isla compran los extranjeros pero son ellos mismos los que han hecho negocio con sus casas

Me enternecen muchos ciertas protestas. Les veo un punto naíf, tan pueril y candoroso en su furia, que impele a abrazo y beso en la frente, a colacao calentito y «descansa, mi estrella». Ya pasó, ya pasó (ahora deja a los mayores que arreglen las cosas). Me pasa con los modernos de Lavapiés y con los aborígenes de Mallorca.

Con los primeros, porque les enfada mucho no encontrar piso en el centro, justo en la calle que más les gusta, con sus sueldos fluctuantes de trabajar solo en lo que apetece, y que otros doscientos mil modernos como ellos (que solo quieren ser escritores, actores o artistas) quieran también vivir allí. Les molesta que el dueño del piso prefiera alquilarlo más caro a alguien que le dé más garantías de que pagará a final de mes, o hacerlo a corta estancia y sacarle más beneficio. Y es que les consuela pensar que todos, absolutamente todos, los que alquilan sus casas son grandes tenedores de viviendas. Así pueden concentrar su odio en los privilegios y las opresiones, y obviar que también hay quien tiene un pisito, comprado con mucho esfuerzo, al que quiere sacar un extra. Dame un buen hombre de paja y no me obligues a analizar en profundidad, sin reconocer que cada deseo no es un derecho fundamental (sus escuelas innovadoras especializadas en nuevas metodologías les han convencido de que son especiales y, si pueden soñarlo, puedes lograrlo. Malas noticias: a veces se sueña y no se logra y, no, no son especiales).

Lo de los segundos aún es más tierno. Lloran porque en la isla compran los extranjeros pero son ellos mismos los que han hecho negocio con sus casas, los que no las querían vender a españoles porque suecos y alemanes pagaban mucho más. Y no parecía importarles que incluso las inmobiliarias se anunciasen directamente en esos idiomas, y ni te atendiesen en español siquiera, siempre que la cifra en su cuenta corriente, transacción internacional mediante, superase los seis dígitos. Pero una vez arrancado del útero de la gallina el último de sus huevos de oro, vendida la última casa heredada en el Port de Sóller, todo son lamentos. Que Mallorca para los mallorquines, dicen, y que, por favor, papá Estado nos ampare. Los beneficios son individuales e íntimos (‘es dobers’), pero el perjuicio se universaliza y es común.

Lo malo de no diagnosticar bien es siempre el mismo: que se acaban dando soluciones erróneas que acaban empeorando la cosa. A problemas complejos jamás funcionaron las soluciones simples. Ni prohibir los pisos turísticos resolverá el problema de conseguir casa en el barrio de moda, ni limitar la compra de vivienda por parte de extranjeros resolverá nada en Mallorca. En realidad, el gran problema a abordar sería el del sectarismo ideológico y la militancia en lo propio. Pero ve tú y dile al moderno que no es víctima, sino parte del problema (que la demanda sube porque él, tan especial, quiere lo mismo que todos) y, al aborigen, que es actor principal de la opera bufa de la especulación desaforada. «Uep! Com anam?».