FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La crisis de la democracia no viene tanto de la amenaza de la extrema derecha cuanto de la pérdida de confianza de los ciudadanos en su clase dirigente

El Reino Unido estará fuera de Europa, pero menuda lección nos acaba de dar a los europeos. Frente a la política patológica, el resultado británico nos devuelve a la política del sentido común; frente a los partidos tan inclinados a autoafirmarse a partir de su demonización del adversario, el triunfo de los laboristas consiguió su gran resultado volviendo a los orígenes, afirmando y divulgando su programa y reivindicando la labor sorda, pero eficaz, de volver al activismo a ras de suelo, bottom-up; frente a los egos superlativos de políticos como Johnson o Macron —o Biden, sí—, la compostura y el perfil bajo de un Starmer de quien se decía que le faltaba un hervor. Política modesta frente a la política del espectáculo y el spin. En ese sentido, Starmer es la antítesis de Blair. Se dirá que los conservadores se lo pusieron fácil con su ineficacia y su arrogancia de Oxbridge, pero seguro que denota también un cansancio ciudadano hacia la política de las celebrities y el marketing. La crisis de la democracia no viene tanto de la amenaza de la extrema derecha, cuanto de la pérdida de confianza de los ciudadanos en su clase política, en sus prestidigitaciones retóricas y promesas huecas. Es una crisis de representación, de ruptura de la ciudadanía con sus dirigentes y su maquinaria de seducción masiva, que ha devenido en pura rutina y, por tanto, en ineficaz.

Añádanle a ello, su caída en el lenguaje bélico o, como dice Michael Walzer, y esto es peor, en el lenguaje religioso —”el culto a la personalidad, los dogmas sectarios, el encantamento ritual de la línea de partido, la búsqueda de herejes, la pretensión mesiánica”—. Este es otro tic iliberal porque permite que al adversario o al disidente se lo convierta en infiel o en apóstata y se moralice todo, otro de los efectos de la retórica populista sobre la política normal. Creo que en este triunfo del laborismo hay que ver un retorno a otra política, más pendiente de los problemas de la gente que de alharacas salidas de la chistera de los expertos en comunicación. Habrá que observarlo a partir de ahora.

Traigo esto a colación, porque su contraste con nuestra política no puede ser más palpable. Para empezar, solo tenemos un líder similar a Starmer, Salvador Illa, arrinconado ahora tras su éxito por, de un lado, los efluvios dogmáticos nacionalistas, y, de otro, por las necesidades de gobernabilidad de Moncloa; es decir, por la metafísica y los imperativos del poder, aunque a veces sean difíciles de distinguir. En el PP solo se me ocurre Moreno Bonilla, y quizá por eso mismo recibe menos atención mediática que Ayuso y tiende a ser eclipsado por su propio partido. Por otra parte, nuestros partidos se han convertido casi exclusivamente en máquinas de movilización electoral permanente, más ocupadas en llamar a la guerra santa frente al contrario que en decir en qué consiste su doctrina. El poder como fin en sí mismo, no el poder “para hacer algo” y explicar cómo van a hacerlo. Con todo, lo que me resulta más insoportable es su afán por infantilizarnos, por tratar de imprimir en nuestras mentes la visión de la realidad que interesa a cada cual en cada momento concreto, como si no fuéramos adultos con capacidad cognitiva autónoma. Toda esa ristra de argumentarios, enmarques y storytelling que les tenemos que comprar para ser considerados fieles devotos de la causa. Marcan el perímetro a partir del cual se desvanece el espíritu crítico, el cuándo comienza a caerse en la herejía. Ignoran que el ejercicio más digno de la libertad no consiste en seguir consignas o aceptar realidades impostadas, sino en permitirse el lujo de ponerlas en cuestión.