IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS

  • El acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional solo ha sido posible porque se han recuperado las malas artes del bipartidismo

Por fin, después de cinco años largos de bloqueo, el Partido Popular ha abandonado su actitud obstruccionista y ha accedido a negociar la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), así como una plaza en el Tribunal Constitucional que estaba vacante.

Es una buena noticia. La postura del PP era insostenible. Los conservadores fueron cambiando de pretexto para no renovar el órgano según las circunstancias de cada momento, aunque siempre con el tema de fondo de un sistema de elección corporativa del CGPJ. No dejaba de ser llamativa la contradicción palmaria entre la exigencia de cambiar el modelo de elección del CGPJ estando en la oposición y la ausencia de reforma de dicho modelo durante el largo periodo de gobierno de Mariano Rajoy (2012-2018). Por lo demás, el PP ya había saboteado el funcionamiento del CGPJ en otras ocasiones, siempre estando en la oposición, pero nunca se había atrevido a mantener el bloqueo durante tanto tiempo.

Con el acuerdo entre PSOE y PP, se ha “normalizado” una situación profundamente anómala. Ahora bien, quizá la “normalización” haya ido demasiado lejos, pues el logro solo ha sido posible porque se han recuperado las malas artes del bipartidismo.

Para analizar esta cuestión, conviene comenzar señalando que el problema no está en las reglas del sistema. La regulación del CGPJ no es tan diferente de la que hay en otros países europeos. Por supuesto, hay variación en los métodos de elección de los consejos judiciales, pero el caso español no parece excéntrico. El problema estriba más bien en cómo se han desnaturalizado las reglas mediante prácticas que no son acordes con el espíritu de la Constitución. Es un asunto de malas prácticas, no de un diseño institucional deficientemente concebido.

En primer lugar, se ha pervertido el procedimiento previsto en la ley, pues los dos partidos grandes han sustituido a la Cámara legislativa y negocian entre ellos, con absoluta opacidad, una lista de candidatos que luego presentan como un hecho consumado. El Congreso no lleva la iniciativa, ni debate sobre el asunto, ni examina prospectivamente a los candidatos.

En segundo lugar, la elección de los miembros del CGPJ requiere una mayoría de tres quintos (210 votos) que obliga en casi todos los casos a alcanzar acuerdos entre PSOE y PP. Pero eso significa también, como siempre sucede con las mayorías cualificadas, que cada uno de los dos partidos tiene poder de veto. En un sistema con buenas prácticas, el requisito de una mayoría cualificada lleva a amplios consensos sobre candidatos con méritos indiscutibles. En España, sin embargo, el sistema ha degenerado en el llamado “intercambio de cromos”: para superar la barrera de los 210 votos, el PSOE acepta sin rechistar a los candidatos propuestos por el PP y el PP hace lo mismo con los del PSOE. A veces se rechaza a algún candidato con un perfil que chirría demasiado, pero en la inmensa mayoría de los casos se da el visto bueno a la propuesta del rival. El proceso acaba derivando en un sistema de cuotas en el que cada partido busca candidatos que sean próximos o leales ideológicamente.

En lugar de un examen público en el Congreso, a la vista de todos, donde se debata sobre las razones para elegir a unos o a otros, lo que tenemos al final es un pacto entre dos partidos para repartirse los puestos.

¿De dónde procede esta mala práctica? Para responder, creo que hay que escarbar un poco en la cultura del país. En última instancia, creo que lo que falla es la ausencia de un entendimiento compartido sobre los criterios de calidad con los que evaluar los perfiles profesionales de los candidatos para las distintas vacantes. No sabemos ponernos de acuerdo en qué significa tener buenos jueces, los criterios son maleables y se adaptan según las necesidades e intereses de los grupos de poder.

Si hubiera unos criterios comunes y consolidados por una cierta tradición, los partidos podrían debatir sobre la idoneidad de los nombres propuestos para las diversas instituciones (CGPJ, Tribunal Constitucional, RTVE, Defensor del Pueblo, Banco de España, etc.). Es natural y lógico que, entre dos candidatos con unos méritos profesionales aproximadamente equivalentes, cada partido apoye a la persona con valores políticos, ideológicos y morales más próximos. Por desgracia, no es esto lo que observamos. Más bien, la adscripción política viene primero y luego, en todo caso, se procura encontrar candidatos más o menos sólidos, más o menos presentables. En el “cambio de cromos” no hay apenas espacio para contrastar puntos de vista sobre calidad, prima la confianza del partido en sus candidatos por encima de todo lo demás.

Se dan aquí dos responsabilidades, una directa y otra indirecta. La directa corresponde, evidentemente, a los dos grandes partidos, que llevan realizando estos enjuagues desde hace mucho tiempo y, como consecuencia, erosionando la legitimidad de las instituciones afectadas. Pero hay también una responsabilidad indirecta de la sociedad civil. Con esto me refiero al hecho de que los medios de comunicación, las asociaciones profesionales, la comunidad jurídica y la ciudadanía en general no presionen lo suficiente para que los criterios de calidad sean al menos tan importantes como los políticos. Si los partidos sufrieran una auténtica censura social por sus prácticas viciadas, se lo pensarían dos veces antes de seguir actuando así. Todo ello es consecuencia, a mi juicio, de la ausencia de esos criterios comunes a los que antes me he referido. En un debate político recalentado como el nuestro, cualquier apelación a méritos tiene un recorrido más bien limitado en comparación con la importancia que se da a los alineamientos políticos.

Creo, además, que este diagnóstico de la situación ayuda a entender también la extraordinaria pervivencia del sistema anacrónico de las oposiciones para seleccionar jueces y fiscales y que es el reverso exacto de la politización. Precisamente porque somos incapaces de consensuar lo que cuenta como talento y capacidad de los futuros jueces, nos agarramos a un sistema que aleja toda sospecha de parcialidad o favoritismo, un sistema que garantiza una selección máximamente impersonal. Sin embargo, pagamos un alto precio por ello: muchas otras habilidades, tan o más importantes que la de “cantar” temas, quedan fuera de toda consideración. Y quedan fuera porque cualquier forma alternativa de selección estaría sometida a la sospecha y la desconfianza.

Tanto el intercambio de cromos como el sistema de oposiciones responden a una misma incapacidad, la incapacidad de valorar desde el ámbito de lo razonable (que no es exacto, pero tampoco caprichoso) quién reúne mejores condiciones para ejercer una función de gran responsabilidad. Si en otros países, con reglas no tan distintas a las nuestras, consiguen evitar el cambio de cromos en los nombramientos (y reclutan a los jueces con métodos menos peculiares que el de la oposición memorística), es porque hay ciertos acuerdos básicos en la sociedad sobre lo que cuenta como un buen jurista. Los méritos son reconocidos al margen de ideologías. Por supuesto, no habrá unanimidad y se producirán tensiones políticas en torno a cada elección, pero siempre sobre la base de unos consensos suficientemente fuertes como para que los partidos no puedan actuar como si fueran los dueños del cortijo. Cuanto más endeble es la sociedad civil, más poder adquieren los partidos políticos.