JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • El clasismo catalán es explícitamente supremacista desde el gobierno imbécil de Artur Mas y sus talibanes. Antes se disimulaba, había un desprecio cariñoso, paternalista, teóricamente integrador. Los catalanes de primera recompensaban con una sonrisa de aprobación a los «nuevos catalanes»

El nacionalismo de secesión se nutre de singularidades. Solo que en España, ¿quién no es singular? Pretenden privilegios por tener «historia propia». ¡Cualquier aldea la tiene! Y las tierras que han sido reinos –tenemos unas cuantas– ni te cuento. A la vieja y ceremoniosa Navarra se la considera parte de Euskadi, constructo contemporáneo, por la oceánica ignorancia. En realidad, los nacionalismos vasco y catalán arraigan en el racismo. Está en sus textos fundacionales. Entiendo que no apetezca visitarlos, pero pueden comprobarlo en ‘La raza catalana’, de Francisco Caja. Después del Holocausto resultó peliagudo invocar la raza, así que se apostó todo a la lengua.

La comunidad de hablantes también fue un rasgo nacional desde el origen de la ideología nacionalista. «Di nosotros, no yo», reclamó Mazzini para unificar Italia. Ayn Rand le dará la vuelta como a un calcetín: «Nunca pronuncies la palabra nosotros». Hay un «nosotros» pequeñín, un ‘nosotritos’, para nacionalismos como el catalán y el vasco. Los que, lejos de crear Estados nación, los revientan. Nuestra pluralidad lingüística, por voluntad del PSUC y luego de Pujol, guía de mentecatos, acabaría en la violación de derechos masiva y diaria que hoy persiste. Se llama inmersión lingüística, se extiende, y la defiende el PSOE a capa y espada, en tanto que el PP no ha movido un dedo contra ella hasta que se ha visto obligado por Vox. Es una cruel modalidad de clasismo que condena a los alumnos de las escuelas pública y concertada a hablar y escribir mal toda su vida el castellano y el catalán, en tanto que los alumnos de la privada se manejan bien en varios idiomas.

El clasismo catalán es explícitamente supremacista desde el gobierno imbécil de Artur Mas y sus talibanes. Antes se disimulaba, había un desprecio cariñoso, paternalista, teóricamente integrador. Los catalanes de primera recompensaban con una sonrisa de aprobación a los «nuevos catalanes» (por usar la categoría de Paco Candel) que usaban el catalán con ellos o en público. ¿Gozarían viéndolos sufrir, constatando su incapacidad para terminar una frase correctamente, para pronunciar una sola palabra sin delatar su alteridad, su ajenidad? De ahí nació el Pijoaparte de Marsé, dignidad de ficción.

Qué aprobación irritante, cuánto detritus mental y sentimental se alojaba en microgestos imperceptibles para el no iniciado: podía ser un abrirse las fosas nasales dos milímetros. En una ceremonia vergonzosa, las masas se cambiaron el nombre de pila, y no pocos los apellidos no autóctonos. Todo para parecer lo que ya eran: catalanes. Los Pérez pasaron a llamarse Peris; los Rodríguez, Rodri; los Fernández, Ferran; los López, Llopis; los Sánchez, Sanchís. Y todo así. La singularidad financiera será el privilegio catalán de nuestra época, como el proteccionismo lo fue del franquismo. Y el PP no lo evitará: lo consolidará. Feijóo, 2016, Cercle d’Economia: «En la discusión constituyente se llegó al acuerdo de que Cataluña no tuviese concierto. Ahora bien, es verdad que estas cosas se puedan cambiar y se puedan plantear y se pueden discutir, ¿no?»