Javier Zarzalejos-El Correo

  • Si los conservadores de Reino Unido no afinan su estrategia y su oferta política, podría ocurrir lo que parece imposible, la desaparición del partido

Las elecciones en Reino Unido fueron una debacle para el Partido Conservador. Una debacle inevitable y merecida después de que esa formación, ‘el partido natural de gobierno’, haya quedado durante casi 15 años en manos de una generación irresponsable de líderes que no se han aproximado, ni de lejos, a la tradición y la historia de esta gran organización política. La frivolidad de David Cameron, la debilidad de Theresa May, la extravagancia tramposa de Boris Johnson, la incompetencia de Liz Truss y finalmente la impotencia de Rishi Sunak han hundido a los conservadores que, fiados a la inelegibilidad del laborismo radical de Jeremy Corbyn, creyeron que el poder era un terreno en el que campar a sus anchas sin riesgos.

El resultado es un partido en mínimos históricos, recluido en feudos estrictamente ingleses, y un país más fracturado, fuera de la Unión Europea, deslizándose por una pendiente de destino desconocido, impulsado por la mentira, el patrioterismo imperial de la derecha ‘tory’ fruto de una distorsión egocéntrica de la realidad más propia de una tertulia de club entre copas de oporto que de políticos solventes.

Los laboristas han construido su éxito sobre el rechazo a los conservadores después de superar esa enfermedad recurrente que les infecta y que les lleva a echarse cada cierto tiempo en brazos de izquierdistas radicales absolutamente indigestos para cualquier proyecto electoral mayoritario. El nuevo primer ministro, Keir Starmer, ha seguido en buena medida la senda que en su momento emprendió con éxito Tony Blair, quien saneó al laborismo de sus dependencias sindicales, renovó su programa fundacional y practicó una política moderada que incluyó una presencia activa en la Unión Europea. Es revelador que los laboristas hayan conseguido reparar su imagen de malos gestores económicos, que fueran ellos los que se emplearan a fondo para que los escoceses rechazaran la opción por la independencia en el referéndum de 2018 y que ahora reconozcan implícitamente el error del Brexit promoviendo una política de acercamiento a Bruselas.

Los conservadores prometieron un futuro radiante después de abandonar la UE. En unos casos, vendían el espejismo de un Reino Unido convertido en un ‘tigre asiático’ en Europa; otras veces parecía que iban a transformar el país en el Estado número 51 de Estados Unidos gracias a una relación comercial única. Nada de eso ha ocurrido y nada de eso va a ocurrir. Lo que dejan estos ‘tories’ de tan menor cuantía es un rastro de populismo y eurofobia, de discurso de tabloide sensacionalista, de estéril nostalgia de glorias pasadas. Incapaces de hacerse cargo del mundo en el que viven, optaron por replegarse y replegar al país en un cascarón autocomplaciente, en el que aparecían expuestos los males a los que echar la culpa, ya fueran estos la burocracia de Bruselas, la debilidad frente a la inmigración ilegal, el dispendio europeo, el poder alemán o cualquier otro de los lugares comunes del repertorio populista inglés.

Para quienes admiramos lo que ha significado el partido de Churchill, el partido que llevó a Gran Bretaña a la entonces Comunidad Europea, el hundimiento de los conservadores constituye una censura histórica de quienes no han estado a la altura. Es una gran derrota de las famosas élites británicas, de su prestigio y su credibilidad a la hora de ejercer como prescriptores sociales desde la academia, la universidad o los medios de comunicación. La responsabilidad de esta generación de líderes es inescapable.

En muchos sentidos, lo ocurrido con los ‘tories’ es un proceso identificable en el Partido Republicano de Estados Unidos. Secuestrado por el ‘trumpismo’, la irrecuperable debilidad de Biden y los réditos de la polarización juegan a favor de Trump como opción vencedora. También en los conservadores la gran victoria de Boris Johnson en las elecciones de 2019 pareció reivindicar el rumbo tomado por el partido. No ha tardado mucho en demostrarse que determinados éxitos son mucho más perecederos de lo que parece cuando la política no se toma con el rigor y la seriedad que exige.

A poco que Starmer cumpla con su imagen moderada, tal vez aburrida -la dosis de histrionismo ya la administró con creces Boris Johnson- y fiable, los laboristas habrán marcado una inflexión en su trayectoria histórica siempre subordinada a la hegemonía ‘tory’. Los conservadores tendrán que pensar hacia dónde quieren ir. Y no es seguro que vayan a tomar la dirección correcta. Si no afinan su estrategia, su oferta política y su discurso, si no rompen con esta generación irresponsable, lo que hoy parece imposible, la desaparición de hecho del Partido Conservador, podría ocurrir. Ya nada es impensable.