IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La crispación paroxística de la política americana siembra el pesimismo sobre la estabilidad de la democracia

En la volátil política contemporánea conviene evitar la contundencia de los vaticinios, pero si Donald Trump ya tenía bastantes posibilidades de volver a ser presidente de los Estados Unidos es muy probable que el tipo que lo ha querido matar haya terminado de reelegirlo. La imagen del candidato sangrante gritando «¡¡Fight, fight, fight!!» delante de una bandera es imbatible: un líder pidiendo al pueblo que luche por América. Fuera teorías conspiranoicas: la bala le rozó la oreja y de puro milagro no le ha volado la cabeza. En buena lógica Biden ya no tiene nada que hacer, y su eventual sustitución no resolverá el problema. Su adversario está orlado por el aura carismática, demiúrgica, épica, de un héroe invulnerable a la violencia.

El magnicidio, consumado o en grado de tentativa, es casi una tradición estadounidense. Sin mirar la Wiki es fácil recordar una decena de atentados políticos desde el siglo XIX. No sólo contra presidentes; ahí están Martin Luther King, Wallace, aquel racista de Alabama, o Bob Kennedy. Un fenómeno natural en un país donde cualquiera puede comprar armas en cantidad y potencia suficientes para invadir Gaza y donde siempre hay un tarado dispuesto a usarlas para cargarse a un dirigente o provocar una masacre en una escuela primaria. Otra cosa es el clima paroxístico de crispación que rodea esta campaña y, en general, la vida pública americana: una insólita atmósfera de enfrentamiento que los más pesimistas interpretan como el principio del fin de la democracia.

En ese sentido, parece haberse instalado en la sociedad un inquietante presagio apocalíptico. La reciente película sobre una imaginaria guerra civil ha puesto relato a un fantasma temido desde que el antes ejemplar debate institucional se contaminó de populismo y el asalto al Capitolio reveló espasmos de furia popular nunca vistos. Poca distancia había de ahí a los tiros. Trump, culpable de ese estado de cosas en gran medida, se ha convertido ahora en la víctima; el sedicente bando progresista no estaba exento de caer en la ira asesina. El peligro es evidente porque el odio siempre deshumaniza y desata una pulsión desaprensiva susceptible de justificar o legitimar con coartadas oportunistas cualquier clase de conducta, incluso la homicida.

La cuestión es quién y cómo va a frenar esa ola. O más bien cómo piensa administrar Trump su presentida vuelta victoriosa, habida cuenta del estímulo desestabilizador con que reaccionó a su anterior derrota. Un líder como el que dice ser, el hombre apropiado en la circunstancia idónea, se daría a sí mismo la oportunidad de propiciar una política de rencuentro y concordia. Pero el que en realidad es, un mentiroso revanchista capaz de arrastrar a su nación a una convulsión histórica, deja poco margen a la esperanza, siquiera remota, de que haya comprendido la necesidad de salir de esta encrucijada tormentosa.