ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Los mismos que convierten a las 13 rosas en una excusa para atacar a la derecha se olvidan del héroe involuntario que unió a todos

Se han cumplido este fin de semana 27 años del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Nadie en el Gobierno ni en la izquierda, que me conste al menos, ha tenido un recuerdo para aquel chaval de mirada limpia, vida humilde y familia trabajadora que en 1997 fue secuestrado, torturado y ejecutado por ETA mientras casi toda España imploraba, con las manos blancas alzadas, un poco de compasión.

Hoy su recuerdo le resulta más incómodo a demasiados que un discurso de Otegi, lo que resume el deterioro moral y político experimentado en tres décadas: hemos pasado de llorar en público por Blanco a aguantar en silencio cómo el chivato que le puso a tiro de ETA, Ibon Muñoa, salía de prisión y volvía a su pueblo vitoreado como un héroe.

Pedro Sánchez tuvo tiempo, en el Senado, de darle el pésame a Bildu por el suicidio de un etarra, con una frase llena de pausas dramáticas y repeticiones para que su dolor pareciera más auténtico. «Quiero decir algo obvio. Lamento profundamente su muerte. Lo lamento».

El mismo presidente del Gobierno que mencionó por su nombre al terrorista, Igor González Sola, no ha encontrado un minuto para hacer lo propio con Miguel Ángel Blanco: al parecer le conmueve más, o le refresca mejor la memoria, la muerte voluntaria de un etarra que el cruel asesinato de un demócrata.

La amnesia de la izquierda con ETA y con sus víctimas es aún más sorprendente al combinarse con un innegociable interés por recordar cualquier otro episodio con un único requisito: que sirva, por tiempo que haya pasado, para convertirlo en una herramienta política del presente.

Las trece rosas, o los abogados de Atocha, se transforman cada año en una plataforma para resucitar el antifascismo y presentar a los rivales políticos como unos burdos herederos de quienes cometieron aquellas tropelías y necesitan escuchar, bien alto, un «No pasarán».

Es la memoria selectiva de Sánchez la que convierte el descuido hacia Blanco en un acto premeditado, por mucho que a alguna portavoz de las víctimas le moleste ese señalamiento y se sume a la absurda teoría de que recordar a las víctimas, según desde donde, equivale a instrumentalizarlas.

Lo que las politiza es el abandono, la renuncia a su memoria y la pavorosa ceremonia de blanqueamiento de sus verdugos, imprescindible para adecentar a sus socios políticos y tratar con ello de hacer menos infumable su condición de apoyo imprescindible del actual Gobierno.

A Blanco lo mató una vez ETA, pero lo remata aceptar una Ley de Memoria Democrática pactada con Bildu, mantener sin respuesta casi 400 crímenes cuya resolución ha sido reclamada en balde incluso por Europa, renunciar a que la nueva Batasuna condene el horror sin eufemismos y pida perdón por su complicidad con él y no entender que la única paz presentable es aquella que no reescribe la historia y deja claro quiénes eran los malos y quiénes los buenos.

Desde que asesinaron a Blanco, el premio electoral ha sido para los que tenían las balas, y no para quienes ponían las nucas. Y la única manera de maquillar esa indecencia ha sido borrar, poco a poco, el recuerdo vivo de una tragedia que pilló a Otegi en la playa, de picnic familiar.

Que un tipo así haya decidido quién y cómo gobierna en España no sería posible si, antes del bochorno, no se hubiera aplicado premeditadamente una abyecta ceremonia del olvido, despectiva con el calvario de Blanco: su tumba fue mancillada, a no muchos metros de donde hoy se homenajea a sus asesinos. No hay más preguntas, señoría.