ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • La directora de la cosa de las Mujeres nos brinda una oportunidad para conocer de qué va tanto hooliganismo con tantas causas distintas undefined

El Ministerio de Igualdad lleva gastados más de 2.000 millones de euros desde que Sánchez lo creó para contentar a Pablo Iglesias y colocar allí a su mujer, con un balance espantoso: una ley que auxilió a violadores, un crecimiento sostenido de los asesinatos machistas y de los delitos sexuales y un tufo ideológico inane resumido en una simple idea.

Dedica más tiempo a dar la turra a hombres que no necesitamos reeducación, que en reconocer la existencia de otros que sí la requieren: que casi el 50 % de los delitos sexuales estén cometidos por el 13 % de la población, parece reclamar a voces alguna actuación concreta con quienes vienen de «culturas» donde la mujer es un trapo y el gay un enfermo.

Pero no: ahí miramos para otro lado, no sea que nos llamen racistas, con un pudor inexistente cuando se trata de aleccionar, culpabilizar preventivamente y cargarle un pecado original al hombre blanco, católico, heterosexual y europeo, esa peligrosa especie a la que se carga colectivamente execrables crímenes por definición individuales.

La infame decisión de abrir una causa general contra un género entero y de desechar a la vez una particular, imprescindible, contra aquellos que piden a voces una inmersión en los valores occidentales o un castigo por saltárselos está en la base del negocio de la ideología feminoide, pues solo identificando un enemigo masivo y falso puede sostenerse el andamiaje mercantil imprescindible para perpetuar una lucha que necesita convertir un problema residual en una lacra irresoluble.

Los señoros venimos de una mujer, solemos convivir con otras, procrear a alguna más y trabajar con unas cuantas, y solo el tedioso cacareo delirante de las Agustinas de Aragón hiperventiladas hace incómoda una causa que todos sentimos en los términos exactos que tiene: hay desigualdad, sin duda; subsiste un machismo troglodita en ámbitos cotidianos de la vida y existe una violencia específica contra las mujeres por su menor fuerza, que acaba en tragedia cuando, en demasiados casos, se combina con los celos, el infame sentimiento de posesión, la falta de educación y la superioridad física.

Pero no hay una tara original que convierte a todos los hombres en sospechosos, a todas las mujeres en víctimas, enfermas o discapacitadas y requiere de una intervención global que solo sirve para desarrollar una industria de la que viven unas cuantas cantamañanas, tan cretinas como para acusar a un partido de estimular la violencia de género mientras esconden la urgencia de actuar en las comunidades donde los «valores» comunales sí pueden explicar los salvajes comportamientos personales.

En ese contexto, conocer que la directora del Instituto de las Mujeres, Isabel Rodríguez, tiene una empresa junto a su mujer que se dedica a facturar a la Administración Pública por desarrollar proyectos tan inútiles como los «Puntos Violeta», ayuda a entender la naturaleza del negocio montado, con fines políticos pero también económicos.

Da igual que la susodicha renunciara poco o mucho a sus acciones al ser nombrada, que los contratos públicos se firmaran antes o después de su designación y que sea su esposa y no ella, solo faltaría, quien se encargue de la gestión del invento.

Lo sustantivo, incluso en el caso de que todo sea perfectamente legal, es que el caso demuestra cómo se improvisan, potencian, inventan e hinchan determinadas causas para obtener rentabilidad política, sin duda, pero también económica.

La igualdad, lo LGTBI, la sostenibilidad, la economía circular, la transformación social, el medio ambiente y el inmenso catálogo de supuestas fobias que al parecer tenemos, aunque luego nos miremos y seamos por lo general tipos y tipas corrientes cuyo gran objetivo es llegar a final de mes con todo pagado y la familia sana; son en su formulación hooligan actual un pretexto para que la Isabel Rodríguez o la Begoña Gómez de turno vivan del cuento.

Y si en el viaje deforman problemas ciertos, por elevarlos a categorías apocalípticas que terminan por hacerlos antipáticos hasta para quienes los suscribiríamos en unos términos razonables, no pasa nada: lo que cuenta es llenar la cartera, con suerte la urna y, si tienes a un maridito cerca con mando en plaza, hasta la legislación.