Hoy se cumple un año de las elecciones generales que permitieron a Pedro Sánchez revalidar la Presidencia del Gobierno. Y el aniversario no podía haber resultado más amargo para el presidente: el juez Juan Carlos Peinado, que investiga a su mujer por presuntos delitos de corrupción, ha acordado citar a declarar a Sánchez el próximo 30 de julio, como testigo de un delito de «tráfico de influencias en cadena».
A pesar de lo insólito de ver declarar a un presidente ante un juez, lo verdaderamente grave del balance de la legislatura de Sánchez no es lo que tiene que ver con la investigación a Begoña Gómez, ni depende realmente de ello.
Aunque sus detractores más exaltados alberguen la lúbrica fantasía de imaginar el Gobierno de Sánchez derrocado por una condena de corrupción, no es en los tribunales donde se dirimirá el auténtico veredicto sobre su labor al frente de La Moncloa.
Máxime cuando cada vez se hace más evidente que el presidente y su entorno están siendo sometidos a un proceso ciertamente kafkiano cuya solvencia (que no sus garantías) se ha visto cuestionada por los recurrentes descuidos y torpezas del juez Peinado.
A la vista de la información disponible hasta la fecha, y de la errática instrucción del caso, a menos que el juez se guarde un as en la manga, lo más verosímil es que el caso, en lo tocante a Sánchez, acabe cayendo como un castillo de naipes.
Y para un Gobierno cuyo combustible es el victimismo, existe un riesgo cierto de que la previsiblemente inconducente citación de Sánchez se acabe volviendo en contra de quienes lo están aprovechando para hacer oposición, permitiéndole al PSOE refrendar su discurso de una persecución política por parte de los tribunales.
Por eso, el foco de la crítica a Sánchez debería centrarse en los doce meses de desgobierno que han seguido al 23-J, y que constituyen la auténtica materia de reproche político.
Los motivos para el escándalo se remontan hasta casi el mismo momento de las elecciones, dos semanas después de las cuales, según ha desvelado EL ESPAÑOL, ya se abrieron las conversaciones para negociar la amnistía a los líderes del procés.
La excepcionalidad que ha caracterizado esta legislatura se inició en la propia investidura: se trató de la primera vez en España que el candidato perdedor de las elecciones es elegido presidente del Gobierno.
También por primera vez (probablemente en cualquier democracia occidental) la investidura fue acordada a cambio de una decisión política en el ámbito penal que extingue la responsabilidad de quienes le darían los votos al candidato. Una transacción que, por si fuera poco, se negoció fuera de nuestras fronteras, bajo la mediación de un verificador internacional a cuyo arbitraje el PSOE sigue acudiendo religiosamente todos los meses.
Además del estigma fundacional que acompaña al Ejecutivo de Sánchez, la erosión ha continuado en razón de la palmaria ineficacia de su labor gubernativa. El presidente no fue capaz de sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado. El recurso desproporcionado a los decretos leyes para paliar el bloqueo legislativo ni siquiera ha servido como solución: uno de ellos se lo tumbaron sus propios socios, y para poder convalidar otro, tuvo que pagar el gravoso peaje de transferir las competencias de inmigración a Cataluña.
Sumándole los meses que pasó en funciones, el Ejecutivo no ha podido sacar adelante prácticamente ninguna iniciativa en todo un año. Sánchez ha ocupado el gobierno, pero no ha podido gobernar. Y lleva camino de no poder aprobar tampoco los Presupuestos del próximo año.
Con el fin de atenuar la imagen de debilidad interna (la mayor que ha sufrido un presidente en democracia), el Gobierno se ha arrojado a una hiperactividad en materia de política exterior que le ha reportado no pocos conflictos diplomáticos.
La otra vía para mantenerse a flote ha sido ingeniar conflictos artificiales para polarizar a la sociedad, como la narrativa sobre la «máquina del fango» y el «lawfare» que ha aventado frente a los contrapesos mediáticos y judiciales, y que alcanzó el paroxismo con el plebiscito afectivo al que sometió a la nación con su carta a la ciudadanía y los cinco días de «reflexión» que la siguieron.
Es cierto que el desempeño de la economía española no puede considerarse un fracaso. Con sombras, pero también con luces como la buena evolución del PIB, el crecimiento del empleo o los buenos datos de consumo y de afiliación a la seguridad social.
Pero ha sido la instigación del miedo a la fantasmal «ultraderecha» política y mediática el principal elemento con el que Sánchez se las ha arreglado para mantener el suelo del PSOE, y aún para enderezarlo, como prueba la última encuesta de SocioMétrica.
No se puede negar que existen medios (marginales) que difunden bulos, como los ha habido siempre. Tampoco que hay jueces que hacen mal su trabajo, y cada vez contamos con más indicios para sostener que Peinado es uno de ellos, siquiera en lo que atañe a cuestiones procedimentales. Un hecho de tal envergadura como la citación de un presidente de Gobierno no puede incurrir en chapuzas mayúsculas como la de justificar la declaración con referencias erróneas a los preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Esto no obsta para recordar que a Sánchez le han brotado este año casos de presunta corrupción como el de Koldo, que se ha visto afectado por investigaciones judiciales que afectan a su esposa y a su hermano, y que su partido sigue siendo a día de hoy indulgente con las acusaciones que pesan sobre la directora del Instituto de las Mujeres, a la que mantiene en su cargo.
Y en todas ellas, con independencia de que los casos no se acaben sustanciando en responsabilidades penales, es irrefutable la evidencia de una praxis inmoral y antiestética en el entorno del presidente.
Ni el hecho de que todos estos procedimientos siguieran adelante supondría otra cosa más que un agravante de lo sustancial del balance de Sánchez, ni su archivo supondría un borrado de todo un año de desmanes.