Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo

  • ETA asesinó a los que marcaba como colaboradores para aislar a las fuerzas de seguridad y dictar la ley del silencio contra el esclarecimiento de sus atentados

La Panificadora Jayo surtía de pan y pasteles a gran parte de los hogares de Portugalete. No sabemos cuándo ni por qué, pero el negocio adoptó un patito amarillo como mascota. El 25 de julio de 1974, cerca de las 4.30 horas de la mañana, se escapó a la calle General Castaños. Dos jóvenes trabajadores, Pedro Ovejas Hernández y Juan Bautista Gil, salieron del edificio en busca del patito. Bajo la lluvia, fueron testigos de cómo una chica colocaba una bolsa de plástico debajo de un automóvil Dogde Dart rojo aparcado a la altura del número 54. La desconocida les gritó: «¡Meteos en la panadería si no queréis que os pase algo!». Se trataba de Dolores González Catarain (‘Yoyes’).

EL CORREO contó que los operarios «quedaron un tanto intrigados y llegaron a tomarlo (el bulto) en sus manos. Parece que escucharon entonces un ligero tic-tac o que vieron algún trozo de esfera de reloj: el caso es que dejaron el paquete, no en el mismo lugar, sino al lado, más afuera, y se fueron a comentar a la panadería lo ocurrido». Decidieron contar «lo que habían visto y oído» en el cuartel de la Guardia Civil.

Los agentes comprobaron que dentro de la bolsa había una bomba de relojería con cinco cartuchos de dinamita, unos 625 gramos de explosivo, y acordonaron la zona. Cuando el artefacto explotó a las 7.35 horas, ya no había nadie cerca. Aquella era la hora a la que solía arrancar el coche Daniel Solar Ouro, encargado de la constructora Entrecanales y Távora. Según una etarra detenida posteriormente, el objetivo era ‘asustarlo’ porque «había tenido jaleos con algunos simpatizantes de la organización».

Al día siguiente ‘La Gaceta del Norte’ publicó una fotografía en la que los dos panaderos posan sonriendo. Juan sostiene en sus manos a la mascota «que evitó una posible tragedia». El periodista J. J. Benítez destacaba en la noticia: «Buen servicio de un pato».

Pedro y Juan cumplieron con su deber cívico. No obstante, durante mucho tiempo hacer algo así en Euskadi suponía una temeridad: te arriesgabas a ser el siguiente objetivo de los terroristas. Tan solo dos meses antes, en su manifiesto del Primero de Mayo de 1974, ETA había advertido: «Muerte a chivatos y policías».

Al año siguiente la organización empezó a asesinar a las personas marcadas como colaboradores de las Fuerzas de Seguridad del Estado. De acuerdo con Florencio Domínguez, dicha campaña produjo 79 víctimas mortales entre 1975 y 1985. Hubo perfiles diferentes: ciudadanos que, tras haber presenciado un crimen, dieron su testimonio a los funcionarios que investigaban el caso; amigos o allegados de agentes de la ley; y profesionales que trataban con ellos por razones de su oficio, como taxistas, camareros o quiosqueros. Por ejemplo, en enero de 1980 ETA acabó con la vida del sepulturero de Vergara, Luis Domínguez. El cementerio estaba al lado del cuartel de la Guardia Civil y él, pese a las súplicas de su mujer, mantenía una relación cordial con los agentes.

La finalidad de la campaña era doble. Por un lado, aislar tanto a militares, policías y guardias civiles como a sus familias. Por miedo, gran parte de la población empezó a evitarlos. Si a esa situación se le suma que los propios funcionarios estaban en el punto de mira de ETA por el mero hecho de serlo, no es de extrañar que vascos y navarros ingresaran en las fuerzas de seguridad y el ejército en menor número que en las décadas anteriores.

El otro objetivo de la campaña era imponer la ‘omertá’, la ley del silencio, para dificultar el esclarecimiento de los atentados de la banda. Los vascos y navarros sabían a qué se exponían si hablaban con las fuerzas policiales. Por si acaso alguien tenía mala memoria, la izquierda abertzale nos lo recordaba de vez en cuando. Para muestra, un botón. El 8 de junio de 1995 dos jóvenes fueron testigos del asesinato del inspector jefe Enrique Nieto Viyella en San Sebastián. Estaban dispuestos a declarar. Poco después la Parte Vieja apareció cubierta de carteles con las fotografías de ambos junto al siguiente mensaje: «Txibatoak etorriko zaizue bueltan» (Chivatos, ya os tocará).

Al igual que otros fenómenos de violencia política, ETA ha dejado residuos tóxicos a su paso. Como analizamos en ‘Las raíces de un cáncer’, no resulta sencillo gestionarlos. Hay quienes siguen mentalmente atados a la organización y se empeñan en deshumanizar y hostigar a los agentes de la ley, repitiendo el mismo discurso del odio que antaño. Baste como ejemplo el acto ultranacionalista recientemente celebrado en Oñati (Fan Hemendik).

No obstante, el miedo que la izquierda abertzale provocaba se va disipando. La colaboración ciudadana ya no es la excepción, sino la norma. Ertzainas, policías, guardias civiles y militares están integrados en la sociedad vasca. Y nadie les va a echar de aquí.