Ignacio Camacho-ABC

  • La querella del presidente revela el potencial explosivo de un sumario que puede acabar como un juicio al sanchismo

Está en su derecho Pedro Sánchez de querellarse contra el juez Peinado, y se supone que es una eventualidad con la que ha debido de contar el magistrado cuando decidió acudir a Moncloa a interrogarlo. Toda la estrategia del Gobierno en defensa de Begoña Gómez –que no es miembro del Ejecutivo y por tanto debería defenderse sola a través de su letrado– consiste en apartar al instructor del caso, que hasta ahora no ha hecho más que cumplir con su trabajo; recibió una denuncia y la está investigando mediante tomas de declaración a la persona denunciada, sus colaboradores y su entorno cercano. El tribunal ante el que se ha presentado la querella resolverá si ha cometido algún error o se ha conducido de modo arbitrario, y para ello deberá evaluar si hay motivos para que el presidente fuese citado. En el supuesto afirmativo, Sánchez tendrá un nuevo problema: el espaldarazo de una instancia judicial superior a su presencia en el sumario. También cabe suponer que esa posibilidad habrá entrado en los cálculos de la Abogacía del Estado.

Sea como fuere, el ‘Begoñagate’ se ha convertido, o lo parece, en la prioridad absoluta del Gabinete, movilizado al completo y hasta extremos del todo improcedentes en auxilio de la mujer de su jefe y al ataque de la independencia de los jueces. El cariz del asunto revela su cada vez más evidente carácter de nitroglicerina política para el sanchismo, que difícilmente resistiría que la señora Gómez sea llevada al juicio o que su marido resulte imputado tras el nulo efecto de su forzosa comparecencia como testigo. Estas hipótesis pertenecen por ahora al ámbito especulativo; no así los hechos de dudosa regularidad reconocidos por otros declarantes y/o publicados por los medios periodísticos. Ahí existen indicios para una pesquisa aclaratoria como mínimo, y sólo la propia justicia puede determinar si se ha producido con el necesario rigor jurídico. Sobra, por tanto, la insólita escalada de presión de los ministros, por lo demás carente de resultados como se ha visto.

La estampa del presidente ante el magistrado –la veremos– quedará de cualquier modo como símbolo de su habitual doble rasero. La videoteca es implacable al respecto: él mismo pidió, y en durísimos términos, la dimisión de un antecesor que en trance similar no intentó eludir la citación ni osó poner en cuestión la legitimidad del llamamiento. Pero ese contorsionismo moral ventajista ya lo conocemos; se considera un intocable, dueño de un poder superior ajeno a la ley y a las servidumbres del Estado del Derecho, autoungido de la facultad de situarse por encima de los mecanismos democráticos de control y contrapeso. Ocurre que algunas de esas instituciones por las que siente profundo desprecio no siempre se dejan someter a su voluble criterio. El código procesal le ha favorecido al permitirle guardar silencio; por una vez no ha mentido al menos.