Agustín Valladolid-Vozpópuli

Sánchez, promotor de un modelo de gestión del poder basado en la destrucción del adversario y la polarización, es la némesis del primer presidente constitucional

Después de Adolfo Suárez, quien tras meses de brutales presiones, y abandonado por su partido, acabó tirando la toalla en febrero de 1981, Pedro Sánchez es, a mucha distancia de los demás, el presidente del Gobierno que más tiempo ha dedicado a mantenerse en el poder y menos a gobernar. Una anomalía que ha ido a más, hasta convertirse, tras las últimas elecciones generales, en el hábitat natural de un Ejecutivo que, para contrarrestar su debilidad, se ha instalado en la aceptación cotidiana del chantaje como ordinario procedimiento de negociación.

Suárez acometió con admirable determinación la titánica tarea de transitar de la dictadura a una democracia sin tutelas, integrando en el proceso a todos los actores políticos, empezando por los más incómodos, y a sabiendas del precio que acabaría pagando, también en el terreno personal. Sánchez, ayer lo volvimos a comprobar, es el promotor de un modelo de gestión del poder basado en todo lo contrario: en la destrucción del adversario, la eliminación de los contrapoderes y la polarización social. Un modelo del que él es el principal beneficiario, pero el precio lo pagamos a escote todos los demás.

Lo más pintoresco es que Sánchez diga que el pacto con Esquerra entierra el procés, cuando lo resucita; que contra toda evidencia niegue que se privilegie a Cataluña en perjuicio del resto de territorios

El acuerdo alcanzado con Esquerra Republicana (ERC), consistente al parecer en la cesión a Cataluña de toda la recaudación fiscal, entre otras minucias, tiene la virtualidad de desnudar como ningún otro episodio el descarado pancismo de un personaje dispuesto a todo para seguir gobernando, o como se llame eso que hace. Porque lo grave no son las promesas hechas a un partido cuyas decisiones están sobre todo vinculadas a la necesidad de frenar a Puigdemont; promesas que van para largo y para cuyo cumplimiento habrán de superarse múltiples obstáculos. Lo más trascendente, lo que un responsable político que merezca tal nombre no haría en ningún caso, es ofrecer a un independentismo electoralmente venido a menos la posibilidad de reafirmarse en sus objetivos.

El independentismo perdió en las elecciones generales de 2023 más de 700.000 votos, y su resultado en las autonómicas del pasado mayo fue el peor de los últimos catorce años. Era quizá el momento de plantearse una recuperación inteligente del espacio cedido por el Estado en Cataluña. Pero no. Tras el 23J Pedro Sánchez, “haciendo de necesidad virtud”, comprometió con Puigdemont una suerte de apagón constitucional y la adaptación ad personam del Código Penal. Desde entonces, el presidente no ha hecho otra cosa que alimentar doctrinalmente al independentismo. Hace un año, resucitando al fugado. Hoy, ofreciendo a ERC una tabla de salvación. A costa de los intereses del conjunto del Estado. Es decir, del conjunto de los españoles.

El acuerdo alcanzado con ERC tiene la virtualidad de desnudar como ningún otro episodio el descarado pancismo de un personaje dispuesto a todo para seguir gobernando

Lo más pintoresco, por calificarlo de algún modo, es que Sánchez afirme lo contrario, que el pacto con Esquerra entierra el procés, cuando lo resucita; que contra toda evidencia niegue que se privilegie a Cataluña en perjuicio del resto de territorios, y siga hablando de solidaridad, de igualdad. Incluso es probable que una vez proclamado Salvador Illa president, no tenga ninguna prisa en cumplir con lo pactado. Hasta la próxima urgencia. Hasta la próxima votación en la que sea imprescindible el apoyo de los indepes para, por ejemplo, aprobar una nueva norma que meta en cintura a la “opinión publicada”; o a los jueces.

Adolfo Suárez antepuso el bien del país a la continuidad de su partido y a su propio futuro político. Sánchez ha sido más hábil. Ha puesto al PSOE a su exclusiva disposición, hasta convertirlo en cómplice monótono de una España de trincheras y sin apenas capacidad de ser lo que un día fue: un útil instrumento al servicio del país.