Armando Zerolo Durán-ABC

  • No es simple populismo. Calan el soberanismo, el discurso contra el extranjero y el reclamo por identidades nacionales fuertes relacionadas tramposamente con la religión

Llevamos años intentando dar nombre a un fenómeno que preocupa, y al que tibiamente se ha etiquetado como ‘populismo’. Se acepta la descripción sintomática de Cas Mudde, que lo define como el vicio de instrumentalizar el descontento dando explicaciones sencillas a problemas complejos, y de acudir al recurso fácil de victimizar al pueblo y postular al líder populista como su único representante. Es una buena aproximación sintomática, tanto como explicar la gripe por el dolor de cabeza que provoca. ¿Pero cuál es la causa que lo explica? Porque hay muchas cosas que dan dolor de cabeza, y muchos casos en la historia de demagogos que ofrecen soluciones simples a problemas complejos, pero ni todos son gripe, ni todos son populismo.

Algo había en la definición de los populismos que se quedaba corto, que abusaba de generalizaciones, y que se aplicaba arbitrariamente a unos y no a otros, las más de las veces con una intención también ‘populista’. Si esto era así es porque, como los procesos víricos, el momento en el que nos hallamos tarda en manifestar sus causas con claridad. Creo que ha llegado el momento de poder reconocer que el virus que afectaba al organismo europeo es el nacionalismo, el de siempre, el peor, el que inventó Europa y el que solo en Europa estalla con toda su virulencia. Ese que Stefan Zweig contempló con ojos horrorizados y que reflejó en su diario publicado póstumamente: «Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea».

No nos pasa nada nuevo. Nos pasa lo de siempre, que es peor. La democracia liberal se mueve como un funambulista que avanza por la cuerda de las libertades y la tolerancia, pero que a cada paso puede caer. A su izquierda se encuentra el estatalismo moralizante de corte rousseauniano. A la derecha, el galicanismo que promueve una iglesia nacional y la unión del trono y el altar. Hoy el equilibrio ya no se inclina tanto hacia la amenaza de un Estado soviético, sino hacia el culto a un Estado que sea capaz de ‘restaurar’ la identidad nacional de los Estados frente a una supuesta invasión cultural. La amenaza de una vuelta atrás en la historia para recuperar los verdaderos valores de Occidente no es un recurso populista como otro cualquiera, es la raíz del nacionalismo decimonónico que no ha dejado nunca de existir, como el magma volcánico que fluye bajo la corteza terrestre.

Es una tensión propia de la modernidad europea tardía. En la disputa contra el nacionalismo se ha ido fraguando un liberalismo que ha tratado de responder siempre históricamente a la tentación de construir una religión nacional. A cada respuesta, un paso de madurez, pero también una duda, un riesgo y mucho vértigo.

Lamennais (1782-1854), quien vio en la Restauración francesa (1814-1830) la oportunidad de restaurar el galicanismo, estableció que «cuando la ley no tiene religión entonces es atea». Con lo que quería decir que el Estado nacido de la Revolución carecía de toda legitimidad hasta el punto de que acusaba al ultra Carlos X de ser un pusilánime por quedarse a medio camino de vuelta hacia el Antiguo Régimen. A lo que su colega Tocqueville, también galicano, pero de la facción liberal, le respondió que «de todas las formas de catolicismo que podrías adoptar, eliges aquella en la que la autoridad ostenta sus más absolutos y arbitrarios colores».

Mazzini (1805-1872) en su escrito ‘Nacionalidad. Ideas sobre una constitución nacional’, defendía que la nación debía estar compuesta de hombres que «formasen un solo grupo, reconociesen un mismo principio, y que se aviniesen, bajo un derecho común, a la consecución de un fin común». Lo que mereció una de las disputas más nobles del liberalismo europeo, protagonizada por Lord Acton, para quien ese nacionalismo era la amenaza principal para la democracia, en tanto que subordinación a un cuerpo mayoritario pero ficticio y a un conjunto de abstracciones alejadas de la tradición. De él dijo que «tan oscura teoría puede justificar actos criminales».

Maurras (1868-1952) definía el nacionalismo como «la salvaguarda debida a todos aquellos tesoros que pueden estar amenazados sin que un ejército extranjero haya pasado la frontera, sin que un territorio esté físicamente invadido. Defiende a la nación contra el extranjero del interior». En otro lugar explicaba a qué se refería por extranjero y qué eran los ‘tesoros nacionales’: «La política religiosa de Francia debe ser católica y exige el privilegio del catolicismo en la sociedad tanto como en el Estado». El Papa Pío XI no vio con buenos ojos ese intento de neogalicanismo y condenó a Maurras y al movimiento Action Francaise argumentando lo siguiente: «En ningún caso es permitido a los católicos adherirse a las empresas y en cierta manera a la escuela de los que colocan los intereses privados por encima de la Religión y quieren poner la segunda al servicio de los primeros».

Son tres saltos históricos, la Restauración francesa, la unificación de Italia y Action Francaise, y sus correspondientes respuestas, para señalar que la tendencia hacia un nacionalismo cuya matriz es la religión de Estado siempre está ahí, y que el liberalismo ha tratado de responder, desde su origen, a ese problema. Porque es un problema que no es más que degeneración y decadencia de lo que Europa ha sido históricamente. La realidad es que «entre las naciones europeas –según Luis Diez del Corral– no ha habido, por lo menos hasta fecha reciente, verdaderos muros. Las naciones europeas no han formado ni pueden formar nunca, si no es por crasa degeneración, compartimentos estancos». Esta es la razón por la que los padres fundadores de la Unión Europea, de filiación democristiana, propusieron un modelo de integración supranacional que fuese capaz de responder, principalmente, a un problema: el nacionalismo que había arrasado a Europa en una cruenta guerra civil en dos actos. Robert Schuman explicaba que «lo supranacional exige unidad de propósito y destino, solidaridad entre las naciones, no sometimiento». Era un modelo de integración que funcionó bien y que sigue perfectamente vigente. La integración supranacional es la única forma, todavía hoy, de superar una de las grandes tentaciones europeas: el soberanismo nacionalista de inspiración galicana.

Europa, y el liberalismo democrático, avanzan sobre la cuerda de un funambulista, ofreciendo una respuesta supranacional de integración, pluralismo y tolerancia que son los principios que constituyen nuestros sistemas políticos actuales. No son perfectos, pero no hay que olvidar que su función era actuar como freno eficaz contra la pendiente nacionalista. Marcelino Oreja, buen conocedor del proceso de integración europea, decía que «en una época en la que el nacionalismo y la xenofobia se exten­dían sobre Europa, Monnet aprendió a considerar a los extranjeros como aliados en la búsqueda de la prosperidad de los europeos». El nacionalismo ha vuelto. No es simple populismo. Calan el soberanismo, el discurso contra el extranjero, el reclamo por identidades nacionales fuertes relacionadas tramposamente con la religión, y la retórica neomaurrasiana de combate contra el ‘extranjero interior’. La respuesta racional no puede conformarse con calificar esta realidad de populista. Es algo mucho más serio, algo que renace de nuestras entrañas. Es, como escribió Zweig, la peor de todas las pestes, el nacionalismo.