Javier Zarzalejos-El Correo

  • El Puigdemont a quien los socialistas quieren dar por amortizado para validar su relato de la normalización de Cataluña forma parte del contingente «progresista»

Después de una dictadura que acabó con la Restauración canovista -la que establece el Concierto Económico-, una República secuestrada por la política de exclusión, una Guerra Civil atroz y cuatro décadas de dictadura, los españoles iniciamos un camino incierto con el propósito de derrotar a nuestra propia historia. El objetivo inicial era muy básico: no volver a matarnos. Pronto descubrimos que precisamente para eso se inventó la democracia y una generación que hoy podemos mirar con admiración se puso al empeño.

La crisis económica, la inercia incivil, el golpismo residual y, sobre todo, el brutal terrorismo de ETA se conjuraron para hacer imposible la democracia que significaba reconciliación, conciencia de nuestro fracaso colectivo y determinación para que no se repitiera. Significaba reconocimiento del pluralismo político y territorial, que tenía que asentarse sobre un pacto de unidad desde el que sería posible la transformación autonómica del Estado. Eso es el artículo 2 de la Constitución. La Corona, sucesora cronológica pero no heredera del franquismo, impulsó desde una posición decisiva el tránsito por ese camino que nos llevó «de la ley a la ley», lo que supuso reforma en lo legal pero evidente ruptura en la fuente de legitimidad del sistema, una legitimidad que sería única y exclusivamente democrática. La Constitución de consenso abrió el juego político a la alternancia y promovió un cambio radical en la planta del Estado.

Para que la democracia se consolidara, muchos tuvieron que hacer esfuerzos impensables y renuncias históricas. Tuvieron que compartir olvidos y rehacer al enemigo para mirarlo como adversario. Otros, los imprescindibles, pagaron con su vida su compromiso político, su dedicación al servicio de los ciudadanos o la resistencia al chantaje depredador de los terroristas.

Es verdad que no hay que ofrecer un relato idílico de la Transición. Costó mucho, fue muy dolorosa; lejos de ser un camino de rosas, fue una senda escarpada e incierta. Pero culminó con un éxito histórico sin precedentes que hizo de España un modelo, y con razón. Esa historia de España, esa que en una sórdida imagen el poeta comparó con la morcilla porque «está hecha de sangre y se repite», quedaba cancelada.

Un grupo de políticos sin escrúpulo alguno a la hora de mentir se desentiende de lo que un sistema democrático necesita

Lo menos que puede exigirse a quienes disfrutan, disfrutamos, de la democracia así ganada es respeto. Se vierten demasiadas lágrimas de cocodrilo por parte de quienes se lamentan de los males que afligen a nuestro sistema olvidando que son ellos los que los están causando. La sucesión de acontecimientos en Cataluña es un verdadero naufragio de la cultura democrática, un ignominioso ejercicio de cinismo en el que un grupo perfectamente identificable de políticos sin escrúpulo alguno a la hora de mentir se desentiende de lo que un sistema democrático necesita y requiere legítimamente para permanecer. ¿Hay algún compromiso que Sánchez no haya incumplido en relación con Cataluña? ¿Queda algo en lo que se pueda creer que salga del presidente del Gobierno, de sus ministros o del Partido Socialista?

Da igual si Puigdemont pudo fugarse porque había un pacto, porque el pacto se incumplió o porque los Mossos no fueron capaces de montar un dispositivo eficaz para detener al prófugo. Sin duda es grave, pero no más grave en términos democráticos que el hecho de que no se haya revelado un llamado pacto fiscal del que Salvador Illa ha obtenido su investidura. No más grave que un pacto entre dos partidos de ámbito autonómico catalán ponga patas arriba todo el sistema de financiación territorial y salga adelante porque 500 independentistas votan a favor No más grave que negar una y otra vez que el concierto catalán era imposible y ponerlo sobre la mesa. No es más grave que conseguir la presidencia del Gobierno a cambio de la impunidad de una amnistía a la medida de los sediciosos.

Con ser grave que Puigdemont entre y salga como el fantasma de la ópera, no es más grave que un Gobierno en silencio, contemplando -quién sabe si complacido- las andanzas del exhonorable que abochornan a cualquiera que no esté en el negocio de ridiculizar al Estado de Derecho. Es grave que Puigdemont se fugara después de ese ejercicio de onanismo independentista en Barcelona, pero no más que un Gobierno como el de Sánchez dependa de quien la Policía autonómica catalana buscaba en la ‘operación jaula’.

Porque ese Puigdemont a quien los socialistas quieren dar por amortizado para hacer bueno su relato de la normalización de Cataluña forma parte de ese contingente al que ridículamente se tilda de «progresista». Y porque, gracias a Puigdemont, Sánchez pudo decir, en primera persona del plural, aquello de «somos más». ¿Queda algo de vergüenza ahí?