Daniel Reboredo-El Correo

  • La teatralidad de la política no soluciona los problemas reales, más bien los crea

Acabamos de vivir un nuevo episodio del vodevil catalán, uno más de los muchos que padeceremos, denominado por algunos «jornada histórica», por otros «vergüenza nacional» y por los que quedamos ‘nueva jornada de tedio, hastío y hartura’. Consideración extensible a una situación que se prolonga en los años, que no tiene visos de acabar y que solo la insistencia informativa mantiene en el candelero. La efímera aparición de Carles Puigdemont y su breve discurso en el Arco del Triunfo de Barcelona, tras casi siete años fugado de la Justicia y una orden de detención activa en su contra decretada por el juez Pablo Llarena, es el último episodio de la opereta en que se ha convertido la cuestión catalana. Que los Mossos d’Esquadra no le hayan podido detener para ponerle a disposición judicial y que incluso algunos de ellos fueran detenidos por facilitar «supuestamente» su fuga genera la impresión de que no existía voluntad política de capturar al dirigente independentista.

La jaula tenía todas las puertas abiertas y da la impresión de que ya lo estaban cuando accedió al país sin problema alguno. El titular de la Consejería de Interior de la Generalitat, Joan Ignasi Elena i García, debería explicar qué ocurrió, pero no lo hará a pesar de las graves sospechas que recaen sobre la misma. La inutilidad de la ‘operación jaula’, que solo generó molestias y contratiempos a los ciudadanos, deja en mal lugar a la Policía autonómica, pero eso no preocupa a quienes la dirigen.

Por cierto, que el vehículo en el que supuestamente huyó llevara una rueda en el asiento delantero es un golpe maestro de esta mala película de serie B, no solo porque estimula el deseo de quienes vuelven a recordar el maletero de su primera huida sino porque manifiesta que la imaginación y la jocosidad no han desaparecido del todo en este disparate. Nos hemos ahorrado la escenografía de su asistencia al Parlament y al pleno de investidura. Demasiadas emociones para el expresident.

Claro que el esperpento continuó mientras Salvador Illa daba su discurso de investidura, Junts pidió la paralización del pleno. Y se celebró la votación en la que salió elegido, tal y como estaba programado, el político socialista. Por ahora quedan olvidadas cuestiones como la intentona de ser apadrinados por el sátrapa Vladímir Putin para conseguir los objetivos independentistas o la referencia a Eslovenia de Quim Torra manifestando, como expresó más tarde Clara Ponsatí, que para conseguir la independencia quizás habría que derramar sangre.

Y no nos olvidamos de la otra parte de los participantes en esta actuación teatral en la que los personajes son claramente identificables, tanto por sus palabras y manifestaciones como por su ‘ropaje ideológico y político’. Nos referimos a nuestros representantes en el Parlamento español y a sus propuestas, contrapropuestas, olvidos, mentiras y sesgos. Los ciudadanos no reconocemos ya a unos personajes que, a diferencia de los intérpretes teatrales que saben y representan muy bien su papel, han difuminado sus figuras en un limbo de incorrección y contradicciones.

El ‘decoro’ de los protagonistas de los libretos literarios expresa el comportamiento propio de su condición para tener identidad y para que se les pueda reconocer. Asimismo, tienen asignadas funciones, e incluso destinos, y saben cómo deben acabar la representación. Las voces que sufren, que gozan, que claman justicia en la obra literaria nos permiten ver lo que nos rodea o nos llevan a mirarlo desde diferentes perspectivas.

La teatralidad de la política es otra cosa. Es algo falso, irreconocible, donde priman el postureo y la falsedad y que ya ni soluciona los problemas reales de la ciudadanía. Más bien los crea donde ni eran necesarios ni convenientes. Las palabras utilizadas y la falsedad que emana de las mismas delinean y bosquejan caricaturas políticas; superponen imágenes fugaces, denigratorias, repentinas y surrealistas; y desdibujan los rasgos humanos, animalizando la acción política. De la política llegamos a la mala caricatura, aquella que no exige una lectura visual justificada, ni un trazo continuo, ni la metamorfosis que nace desde dentro, ni mucho menos el espejo del alma sobre la esencia física.

Y así nos encontramos los ciudadanos en unas sociedades etéreas y líquidas en las que la mediocridad empapa todo. La falta de pensamiento colectivo dirigido a considerar lo que pensamos que tenemos en común y lo que nos es dado compartir ya no se ve como una oportunidad para incluir, en un todo colectivo mayor, a ciudadanos y grupos sociales con diferentes enfoques e idearios; ahora priman las identidades centrífugas que monopolizan la marginalidad de las mismas convirtiéndolas en acciones liberadoras. Y así estamos.