Javier Gómez de Liaño-ABC

  • «El estado actual de la justicia española, en el aspecto al que he dedicado estas líneas, resulta insoportable. No obstante, como decía Cela, el que resiste gana y el que se impacienta pierde. Aquí reside la clave. En la necesidad del juez de defender su independencia hasta la extenuación»

El 21 de agosto de 1645, unos días antes de morir, Francisco de Quevedo escribió a su tocayo y amigo Francisco de Oviedo, una afligida carta de la que tomo este párrafo: «Muy malas nuevas llegan de todas partes y muy rematadas. Y lo peor es que todos las esperaban así. Esto, señor don Francisco, no sé si se va acabando, ni si se acabó».

Estoy seguro de que en estos días muchos españoles sentirán la tentación de aplicarse estas tristes palabras al conocer el episodio de la evasión protagonizada por Carles Puigdemont, si bien sospecho que igual desolación les habrán producido algunas manifestaciones justificando la fuga. Son sucesos que nos permiten pensar que no hay un horizonte abierto a los tiempos convulsos que la judicatura atraviesa merced a las embestidas provenientes de varios frentes. Desde los insultos proferidos en el Parlamento por determinadas lenguas viperinas, hasta las graves amenazas dirigidas a jueces con nombres y apellidos, pasando por la acusación de lo que, con maldad y supina ignorancia, llaman ‘lawfare’. Se trata de gestos y comportamientos que constituyen prueba evidente de una estratagema totalitaria que persigue dar el tiro de gracia a la independencia judicial.

Ese es el objetivo real de la situación creada, aunque se pretenda disimular con distintas vestiduras. A veces tengo la impresión y la última me la ha provocado Eduard Pujol, portavoz de Junts en el Senado, cuando ha llamado al juez Llarena «Tejero sin bigote», de que nuestra Constitución sólo sirve para que unos se constituyan, otros se reconstituyan e incluso, si fuera menester, se prostituyan. Si el hombre no fuera un animal olvidadizo y, a veces, también ingrato y mezquino, todos los que, de una forma u otra, por acción u omisión, atacan a los jueces, sentirían vergüenza, si es que la tuviesen.

Llegado a este punto, considero que para salir del agobio de un escenario asfixiante que tiene tintes de escalada, hay que echar mano de los medios jurídicos existentes. La indolencia no cabe. La desgana, tampoco. A la memoria me vienen las consignas que con cierto humor negro se daban en mi época universitaria: «Artículo 1º. No pasa nada. Artículo 2º. Si pasa, no importa». Eran invitaciones a poner al mal tiempo buena cara. Pero esta postura encierra serios peligros. Uno de ellos, la impunidad y el despotismo, frutos de una fatiga que concluye en el olvido. Se me ocurre si acaso lo que nos pasa es que vivimos en un estado leve de enajenación y que aquellos a los que don Quijote llamaba «los encantadores», hoy tienen una singularidad propia: la manipulación. No estamos encantados, sino embaucados.

Por eso, se impone actuar. Hay que defender al Poder Judicial. ¿De qué forma? En primer lugar, hay que amparar la función de juzgar, empezando por recordar que el artículo 118 de la Constitución declara que «es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales, así como prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto». Pero la necesidad de reacciones no termina aquí. Se impone dar pasos igualmente firmes. Sin ir lejos, urge investigar los hechos y averiguar quién o quiénes han sido los responsables del incumplimiento de la orden de detención de Puigdemont. Luego, llegado el caso, aquellos serán juzgados por el delito de desobediencia y denegación de auxilio tipificado en el artículo 410 del Código Penal que castiga a «las autoridades o funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales (…)». Como tiene declarado el Tribunal Supremo y sirvan por todas, las sentencias 1037/2000, de 13 de junio, y 177/2017, de 27 de febrero -esta última es la que condena al diputado Francesc Homs por menospreciar una resolución del Tribunal Constitucional relacionada con la consulta del 9 de noviembre-, el delito «comprende tanto la manifestación explícita y contundente contra la orden, como la adopción de una actitud de evidente pasividad sin dar cumplimiento a lo mandado (…)». Y añade: «cuando el autor del hecho, lejos de acatar el mandato, se limita a argumentar en contrario, pretendiendo así debilitar la realidad de ese requerimiento, la réplica se convierte en una camuflada retórica al servicio del incumplimiento».

Y mientras el proceso sigue su curso, exíjanse responsabilidades a quienes mancillen el honor y la dignidad de los jueces. Apremia que el Consejo General del Poder Judicial recién constituido, con su presidente en funciones, se reúna con premura y haga una declaración tajante y sin fisuras en defensa de la independencia judicial, destinada a esos individuos que sólo entienden la justicia en clave ideológica y que trafican con ella alterando su pureza. Negar legitimidad al Tribunal Supremo sin esquivar el ultraje, como algunos irresponsables hicieron a propósito de la sentencia del juicio del ‘procés’ y ahora aprueban la planificada huida de Puigdemont porque, según sostienen, la culpa la tiene el Alto Tribunal al negarle la aplicación de la ley de Amnistía, es propio de políticos que detestan la seriedad de un tribunal de justicia y prefieren los barracones de feria en los que cada pared, a modo de espejo, les devuelve, multiplicadas y deformadas, sus taras e intrigas.

En España, país en el que no pocos tendrían que desayunar el reputado Distovagal de los años 60, no es saludable que se descomponga nada. Para confundir al personal basta con montar una tarima y poblarla de personajes ruidosos dispuestos a jugar con cubiletes de trilero. Que no falten mis respetos que ofrezco anticipados, pero en los sucesos que comento figura un nutrido grupo de leguleyos, rábulas y zurupetos, entre los que figuran no pocos políticos repartidores rumbosos de agravios e improperios. No aludo, naturalmente, a los ignorantes incapaces de distinguir un código de una ley, que también los hay, sino a quienes no entienden lo que es uno u otra porque en la cabeza no les cabe más. Son una rara mezcla de ideas preconcebidas y cerrazón mental, aunque todos presentan la característica común de ser muy solemnes en el discurso, motivo por el cual hay que prestar suma atención a cuanto dicen, ya que, al menor descuido, se quedan con el trasero al aire, cosa, verbigracia, que le ha ocurrido al ministro de Transportes y Movilidad Sostenible, señor Puente, que esgrime la condición de jurista y pregona que «el Tribunal Supremo se extralimitó al no aplicar a Puigdemont la ley de Amnistía».

En fin. El estado actual de la justicia española, en el aspecto al que he dedicado estas líneas, resulta insoportable. No obstante, como decía Camilo José Cela, «el que resiste gana y el que se impacienta pierde». Aquí reside la clave. En la necesidad del juez de defender su independencia hasta la extenuación. Es posible que por esto no sean metafóricas las batallas de las que Ihering habla en ‘La lucha por el derecho’ y que califica de elementos dramáticos que explican la heroica resistencia. La pasión por la justicia implica una servidumbre forzosa que no es susceptible de extinción. Por eso, insisto. Resistir es ineludible. Lo mismo que oponerse. Los individuos y las instituciones son entendidos y apreciados cuando en situaciones concretas se ven involucrados y comprometidos. La posibilidad de sucumbir frente a quienes, en palabras de Gabriel Marcel, usan la técnica de promover y conseguir el envilecimiento y la humillación, haría más que improbable olvidar la carta de nuestro genial Quevedo.