Gregorio Morán-Vozpópuli

No se trata de insultar a nadie. Es un juego de cartas que consiste en una variedad del tute; una partida de cartas. La singularidad del “tute cabrón” está en que participan tres jugadores y el que gana no es que el que acumula más tantos si no el que se sitúa en el medio, entre quien aparentemente habría ganado por tener más tantos y el que ha perdido. Jugar al tute cabrón convierte el azar en un ejercicio de cálculo en el que debes aparentar que vas perdiendo, pero no tanto como para que salgas derrotado. Lo importante se reduce en ir dejándote ganar pero con la seguridad de que tu adversario principal, el perdedor total, es consciente desde el primer momento que está destinado a la derrota. En política se practica mucho el tute cabrón aunque las nuevas tecnologías lo hayan arrumbado al desván de las antiguallas; resulta demasiado evidente con sólo nombrarlo.

La más notoria de las virtudes de Salvador Illa es que no tiene ninguna, pero las concita todas. Recién elegido presidente de la Generalidad gracias a sumar votos hasta la extenuación de sus aparentes adversarios, hubiera bastado con una abstención para chafar su designación. Hasta los jóvenes jabalíes de Esquerra Republicana enseñaron los dientes, pero era para reírse de que alguien, más allá de sus padres, les tomara en serio. Las cartas están sobre la mesa, ahora llega el momento de jugarlas.

Produce asombro y mucha desazón el rosario de elogios que engalanan la figura de Salvador Illa apenas sentado en la mesa de juego. Primero, porque no se ha puesto él sino que le han colocado. O acaso hay alguien que tenga alguna duda de quién le marcó con su dedo mágico, el Puto Amo, sacándole de una mediocridad blindada por años de funcionariado militante hasta ministro de la Pandemia sin quemarse. Algo insólito, que no logró ningún otro en la jaula de grillos trepadores que siempre fue el Partido de los Socialistas catalanes desde que los amalgamó Alfonso Guerra en 1978. Segundo, porque marcó territorio.

La izquierda institucional, tan conservadora ella, ha tragado entre el silencio cómplice y la reverencia convencional que el nuevo presidente de la Generalidad se asigne al ordinal de la tradición más reaccionaria. Se coloca de motu proprio en el número 133 de los presidentes de la Entidad, para perplejidad de los que están en el secreto. Causaría escándalo poner sus nombres hasta bien avanzados los últimos peldaños de la escalera. Sería como empezar en España con Chindasvinto, Recesvinto y Wamba, que nos enseñaron los del Imperio arruinado. Y las banderas. Felizmente ya nadie apela a las banderas desde que se quitó aquel buitre imperial y la banda morada republicana quedó para la melancolía (Jorge Semprún se hizo enterrar con ella). Cataluña exhibe un paisaje de banderas que dicen simbólicas y hasta identitarias, como las camisetas de los equipos de fútbol. La senyera con su estrellita en un balcón indica que “aquí vive un independentista”. De piedra picada o de morro arriscado, suele añadirse.

De pronto en Cataluña ha aparecido el Salvador, que por azar del destino se apellida Illa. Llega, a tenor de sus egregios exégetas, para volver a las esencias de la Cataluña que nunca existió pero de la que se ha escrito mucho

De pronto en Cataluña ha aparecido el Salvador, que por azar del destino se apellida Illa. Llega, a tenor de sus egregios exégetas, para volver a las esencias de la Cataluña que nunca existió pero de la que se ha escrito mucho. Recupera en su gobierno a figuras desvaídas del pasado pujolista (Espadaler y Samper), de sus socios dubitativos de Esquerra (Vila y Hernández) y competidores de sus mismas filas (Nuria Parlon). El Salvador no alberga ni las grandilocuencias de Maragall ni los complejos de Montilla. Es un intuitivo del tute cabrón; calcula lo que tiene que perder por los lados para ganar la partida por el centro.

Que nadie lo dude. Irá más lejos que nadie porque tiene un comodín salva obstáculos, el Puto Amo que necesita los 7 escaños de Junts y otros tantos de Esquerra. En el fondo los dos se mantienen a costa del tute, pero cada uno juega su partida en diferente mesa. De escucharles nadie creería que sobreviven gracias a un escaño, porque aparentan ser los reyes del cotarro. Es un arte que expresa mucho de ellos y bastante menos de la cohorte de maquilladores, cada vez más sumisos, cada vez más ciegos. En Cataluña han dado un paso al frente de la procesión las voces que mantenían el silencio “por prudencia”, decían ellos.

Ha vuelto la “oposición silenciosa” de los años del pujolismo, tan parecida a la que se inventaron los nietos del postfranquismo para justificar a los taciturnos abuelos que les consintieron una canonjía académica o un lugar al sol mediático. El Salvador Illa viene a redimirlos a todos. A cambio se sumarán a su feliz amnistía que no ha pacificado nada que no hubiera quebrado ya. Venderán la “financiación singular” como una muestra del camino hacia un federalismo, asimétrico por supuesto, porque todos somos iguales pero ellos lo son de singular manera. La política lingüística se acentuará porque es una industria que genera muchos puestos de trabajo. Contundente, lo ha declarado el Salvador, se trata de “la columna vertebral de la nación”, por más que la espalda siga con una chepa alarmante. Ideológicamente les amparará el “humanismo cristiano”, una veta muy rica y etérea donde caben todas las buenas palabras y las mejores conciencias.

El futuro de Cataluña

habrá referéndum en Cataluña a poco que presionen los aliados imprescindibles. Se le buscará un nombre, incluso me malicio que ya está en funcionamiento el equipo de expertos en manipulación lingüística para allanar el camino. De momento, el Salvador ejerce de Monja de las Llagas; lo que toca sale bendecido ante el imperativo del humanismo cristiano; Jordi Pujol me confesó de su pasión por Jacques Maritain y no dudo que hasta el exjefe de los Mossos rehabilitado, Josep Lluis Trapero, guitarrista de ocasión, también guarda un resquicio de sensibilidad trascendente.

Gobernar es decidir y ese es el momento del trueno que ha de venir. La singularidad de la marcha de la política en España consiste en algo inédito hasta años recientes: lo que vota la ciudadanía no tiene apenas que ver con lo que luego hacen los líderes. No es que les importe una higa los programas y las iniciativas, es que se ciscan en lo que puedan pensar una vez metidas las papeletas en las urnas. Ya se encargarán los medios adictos de aliviarles la pena. Me temo que se engañan los voceros del fin del Procés, y por una razón muy sencilla: la intención manifiesta del Salvador, una vez conseguida a duras penas su presidencia nº 133 del Catálogo Nacional, no es otra cosa que simular el ejercicio de árbitro de una partida que quiere ganar, aunque sea a la manera del “tute cabrón”, y con la garantía de caducidad que permita el Puto Amo.