Jon Juaristi-ABC
- En el verano se dispara la imaginación ecológica. Ya vendrá el otoño
Dos noticias de esta semana que termina me han inquietado profundamente: la inminente prohibición general de miccionar en la mar océana, y la manipulación genética del forraje destinado al ganado vacuno a fin de procurarle una dieta no flatulenta que elimine las ventosidades que aquel emite, responsables en gran medida del calentamiento del planeta.
La prohibición está ya vigente en municipios de Galicia y Andalucía Oriental, pero se anuncia una oleada de disposiciones idénticas en todo el litoral hispano. La masificación estival ha comenzado a producir deletéreos efectos análogos a los del terrorismo, o sea, cadenas de imputaciones mutuas que destruyen lo poco que queda de los consensos básicos del sistema. La lucha de clases derivó ya, el pasado año, en la cuestión de la ocupación de la primera línea de playa por sombrillas y tumbonas colocadas con nocturnidad y alevosía por mercenarios a sueldo de usuarios abusones (y absentistas). En la presente temporada la culpa se socializa: todo bañista es un meón clandestino en potencia. Como sea imposible controlar la micción individual por medios físicoquímicos semejantes a los que podrían emplearse en las piscinas municipales (recuérdese ‘Torrente 2: Misión en Marbella’, la película que desató la paranoia), se fía todo a la conciencia cívica y profiláctica de los demás bañistas. En otras palabras, se promueve la delación discrecional. Como es lógico, todo el mundo denunciará a todo el mundo. Porque acusar al prójimo será, en el caso de la transgresión úrica, un medio de 1) autoexonerarse de posibles sospechas y 2) hacerse más hueco en el agua.
En cuanto a la primera función, no vale la excusa de que la medida se intenta aplicar por vez primera en la Historia de España, pues se contaba con el precedente de la ventosidad anónima, que pone en marcha la socialización del chivatazo desde la más temprana infancia. Pero supongo que la aplicación efectiva de la persecución de los transgresores se hará imposible por motivos bastante obvios. Ante todo, porque bañarse en el mar y orinarse encima son actos simultáneos. Por más que se intente impedir el segundo de ellos, no se podrá evitar. Al mar no se puede ir meado de casa. El efecto de la temperatura del agua, inferior a la del cuerpo del bañista, sobre el aparato genitourinario de este último provoca irremediablemente el vertido. Por tanto, haría falta un número tal de efectivos policiales para reprimirlo que toda la Administración Local de las regiones costeras sufriría una quiebra como la del año 1796 (que hundió el Antiguo Régimen, según Josep Maria Fontana).
Pero lo más trágico sería la violencia que ensangrentaría nuestras playas y que alejaría de las mismas al turismo internacional. De Albares y de las emanaciones bovinas de metano hablaremos en la siguiente entrega.