Luis Ventoso-El Debate
  • Curioso lo poco que protestan los españoles (y no digamos ya sus bien subvencionados sindicatos) ante aquello que más afecta a su vida diaria

Una de las consecuencias del modelo estatalista y socialista español es la epidemia de bajos salarios que sufrimos. El problema se ahondó cuando tras golpearnos la crisis subprime, el Gobierno de Rajoy optó por una suerte de devaluación salarial para salir del hoyo (excepto en lo que hace al rigor contable, la política económica de Montoro y Mariano no discrepaba demasiado de la endémica socialdemocracia del PSOE, que se traduce en un paro anómalo en nuestro entorno y de apariencia incurable).

Para que existan buenos sueldos hacen falta empresas fuertes, lo reconoce hasta Unai Sordo, el de Comisiones, al que se lo escuché decir, no sin sorpresa, en un desayuno en El Debate. La entrañable floristería Paquita, la pequeña y esforzada empresa de fontanería de Manolo, el bar de toda la vida y el moderno barbero hípster del barrio nunca van generar la suficiente caja como para pagar de manera boyante a sus empleados (y menos con un Gobierno que abrasa a los empresarios a cotizaciones e impuestos).

¿Y por qué no hay más empresas grandes en España? Hemos aterrizado en la pregunta del millón. La primera respuesta es obvia: porque faltan empresarios con ideas, talento y ganas de sacrificarse para construirlas. Y no parece que vaya a ir a mejor, porque no se vislumbra cantera. Según la última encuesta entre los bachilleres españoles, el 37% querrían ser empleados de una empresa privada, el 28%, funcionarios y solo un tercio desearían ser empresarios y convertirse en sus propios jefes.

El segundo problema es que España está construida contra los empresarios, debido a la política socialdemócrata de impuestos altos y regulación pesada que han mantenido tanto PSOE como PP, los dos únicos partidos que nos han gobernado. Esa losa se ha extremado con el sanchismo, que milita de manera activa contra los empresarios, incluso verbalmente, y los somete a la fiscalidad más confiscatoria de la UE en relación a las magnitudes económicas del país.

España es el único país europeo donde su Gobierno habla de «beneficios obscenos» de los empresarios y donde se legisla contra la propiedad privada (véase la Ley de Alquiler o la tolerancia con los okupas). Pero es lo que cabe esperar con ministros socialistas y comunistas, legos en economía y adeptos a un populismo populachero y resentido. Nuestra ministra de Hacienda, por ejemplo, es una médico aturullada, adicta al chascarrillo dogmático e incapaz siquiera de hablar de manera articulada.

El resultado del minifundio empresarial imperante es que los salarios españoles son lamentables respecto a países como Francia, Italia, Países Bajos, Reino Unido… El sueldo medio en España es de 27.000 euros brutos al año. Pero además hay ocho millones de compatriotas que cobran menos de 12.000 anuales (lo cual se llama pobreza). Por desgracia, solo un 4,7% de los españoles ganan más de 60.000 euros brutos al año (un 4,7% del total). Los que declaran más de 150.000 son ya seres mitológicos: un 0,6%.

Pero esa rémora se agrava porque al calentarse la inflación hemos encadenado varios años en los que el coste de la vida ha crecido más que los salarios (salvo para el sector que ya no produce, los pensionistas). Traducción: tenemos menos pasta en el bolsillo, somos más pobres. Por eso resulta un milagro de la civilización occidental la mansedumbre de los españoles, y no digamos ya de sus bien subvencionados sindicatos, ante un problema que toca directamente la médula de nuestras vidas.

Nos vamos empobreciendo año tras año y no decimos ni mu. Nos van engañando para convencernos de que nuestro problema no son los garbanzos de la olla, sino el cambio climático, las cuitas de los trans y los gais, las deudas pendientes de un feminismo histriónico y la insufrible cantinela victimista de los separatistas catalanes y vascos.

Cuando la máquina económica trastabilla, como está ocurriendo en todo Occidente al mudarse el futuro a Asia, se va enconando un sordo malestar en las amplias clases medias venidas a menos. Ese enojo acaba dando oxígeno a los credos políticos milagreros, al nacionalismo y al revanchismo socialista. En los peores casos se traduce incluso en calles ardiendo, como en las poblaciones depauperadas de una Inglaterra que era pujante cuando contaba con empresas pioneras y que hoy dormita narcotizada por el dopaje de la subvención.

Napoleón llamaba «pueblo de tenderos» a los ingleses para despreciarlos. Ojalá que en España fuésemos más tenderos, que mirásemos más los números e hiciésemos valer los intereses de nuestro bolsillo. Pero aquí ya no hablan de economía ni los ministros del ramo. Estamos muy ocupados con Puchi, persiguiendo a los médicos objetores que defienden la vida y con un autócrata que riéndose de «todos y todas» tiene el cuajo sarcástico de anunciar leyes «para fortalecer la democracia».